fbpx
Vistas de PanamaVerde en el alma

Verde en el alma

Por Ana Teresa Benjamín
Fotos: Carlos Gómez

A veces, cuando estoy por acostarme, me asomo a la ventana que da al jardín y aspiro el olor de la noche. Mis noches huelen a menta, a incienso y a buenas tardes. Hace algunos años decidí que quería un patio verde, y en el centro sembré un mango. A su alrededor coloqué jengibres, cintas, suculentas, roelias, primaveras, papos y un arbusto de hierba de limón, que me sirve para preparar tés. En un muro, la hiedra. A un costado, el mirto y el floripondio.

El jardín es el pulmón de mi alma. Vivo en un país de apenas cuatro millones de habitantes, pero en la ciudad que habito se apiña la mitad. Hay rascacielos y autos por todas partes, y el barullo se eleva en las horas pico.

Aun así, Ciudad de Panamá ofrece rincones verdes de gran belleza, que además están tan cerca del centro urbano que no hay excusa para no “escapar”. Todos ellos son una suerte de oasis que hacen posible la conexión con la naturaleza y la ampliación del conocimiento, porque mientras se pasea por entre trillos y jardines, es imposible no querer saber cómo se llama ese arbusto repleto de mariposas o ese árbol cuya flor brilla bajo la luz del sol.

El viejo Summit

Summit es la infancia. Ir allá significaba introducirse en una carretera flanqueada por árboles gigantes que nos regalaban el canto de las cigarras, mientras contemplábamos el paso de los barcos por el Canal de Panamá o la aparición súbita de un venado o un ñeque.

El Parque Municipal Summit fue creado en 1923 como granja experimental dirigida por el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, y uno de los primeros árboles sembrados allí fueron mangos, de la variedad Haden. También sembraron plantas de savia lechosa, como fuente de hule, y abacá, cuya fibra es extraída para fabricar sogas.

La historia dice que de sus viveros salieron los árboles y las palmas que todavía adornan los alrededores del Edificio de la Administración del Canal de Panamá, así como los nenúfares que crecieron en los espejos de agua ubicados a ambos lados de la línea del ferrocarril transístmico.

Hoy, Summit es un jardín botánico, un parque recreativo y un refugio de vida silvestre, porque allí van a parar muchos animales que han sido lastimados en la carretera o abandonados por quienes alguna vez los tuvieron como mascotas y luego no supieron atenderlos. Una vez recuperados se mantienen en el parque, y el área del zoológico es precisamente una de las favoritas de los niños: allí viven 145 animales de 42 especies, entre ellas doce tipos de venados, cuatro de las seis especies de mono y cuatro de las seis especies de felinos (jaguar, puma, tigrillo y ocelote) que hay en Panamá.

La otra zona favorita es la de los juegos, porque siempre está llena de chiquillos que van contentos a disfrutar de un día al aire libre entre columpios y sube y bajas. Pero Summit ofrece también los espacios para caminar entre bambúes, bromelias y estanques, y muchos de los árboles que allí viven son centenarios: los de hule —que son, también, los más altos— y los guachapalí, por ejemplo.

La gracia de visitar Summit con “fines botánicos” está en caminar con calma para mirar los rincones y descubrir las cycas o falsas palmeras (plantas sobrevivientes del gran cataclismo que mató a los dinosaurios), la hierba valeriana y el helecho pata ‘e gallo, muy resistente a la sequía. O mirar alto para apreciar las palmas reales y los caobos. O detenerse ante ese extraño fruto de color marrón que de lejos parece un coco: se le llama bola de cañón y dicen los que saben que la flor tiene la fragancia de treinta mujeres perfumadas, pero el fruto en estado de descomposición es como “estar al lado de un cadáver”.

En Summit hay montones de calateas alfombrando el bosque y filodendros que trepan para cubrirlo todo de follaje. Hay musgos que pintan de verde los troncos caídos, anturios, las espectaculares maracas y la famosa palma talipot, oriunda de Sri Lanka e introducida al país por los estadounidenses, que florece después de cincuenta o sesenta años de existencia, para morir inmediatamente después.

Un bosque en plena ciudad

El Parque Natural Metropolitano tiene la virtud de ser una gran área verde dentro de los límites de Ciudad de Panamá, y por ello no es raro encontrar a personas caminando por sus senderos cualquier día de la semana, como ejercicio matutino, mientras un poco más allá rugen los motores del tráfico.

Creado en 1985, sus 232 hectáreas albergan uno de los últimos refugios del casi desaparecido bosque seco tropical del Pacífico centroamericano; es decir, un bosque cuyos árboles pierden buena parte de sus hojas durante la temporada seca. Con seis senderos bien señalizados, esa mañana tomo el Sendero El Roble que, como su nombre lo indica, posee varios de estos árboles grandiosos. A lo largo del trillo también hay guácimos, cedro espino, indios desnudos o karate, guarumos, almendros, espavés, palmas reales y el árbol Panamá, representativo del país. Si mira con atención —en realidad ayudan mucho los ojos expertos de los guías—, alcanzará a ver osos perezosos de dos o tres garras, acicalándose o durmiendo en una cama de ramas.

Varios de los grandes árboles del parque —que alcanzan hasta treinta o cuarenta metros de altura— exhiben un tronco poderoso que se asienta en la tierra con unas raíces en forma de gambas, que además de su valor estético, les sirven para sostenerse con más firmeza. Al lado de esas raíces somos casi nada. Y esa es, precisamente, su espectacularidad.

Ya casi al final del sendero hay un mirador desde el que se observa parte de la ciudad: la zona más vieja, con el edificio de la Lotería, la bahía de fondo y algunos de los nuevos rascacielos de la avenida Balboa. Es el sitio perfecto para una fotografía panorámica; mirar el mar desde un bosque es un privilegio.

Un jardín al borde del mar

La transformación del malecón capitalino empezó en 2007, cuando a la avenida Balboa se le agregaron más carriles de circulación para vehículos, zonas verdes, puentes y veredas peatonales, áreas de juegos, un anfiteatro, una pista para patinetas, una zona para saborear comida criolla panameña (llamada Sabores de El Chorrillo) y un viaducto marino no exento de polémica.

Hoy la Cinta Costera es una de las áreas predilectas en la ciudad para hacer ejercicios y compartir en familia, pero los jardines que se han ido armando y creciendo merecen un comentario aparte.

Lo que empezó como un gran solar golpeado por el sol tropical ha adquirido, con el paso de los años, algunas sombras coquetas y rincones coloridos que a nadie dejan indiferente.

En la zona del Mirador del Pacífico, por ejemplo, el jardín elaborado alrededor del reloj es un primor y las estrellas son —con el perdón de los demás habitantes— los árboles de ylang-ylang. Cuando están florecidos —y mi visita coincidió con tan noble momento—, el aroma que desprenden es de una dulzura inigualable. Dan ganas de quedarse allí, entre el viento del mar y el olor a flor, a esperar la lluvia. Hacia el área de las canchas de tenis del Mirador, las tumbergias y buganvillas se abrazan a las estructuras y nos regalan sus flores lilas y rosas, mientras sus ramas van formando un refrescante techo verde.

¿Qué árboles encontramos en la Cinta Costera? En la Plaza Anayansi, por ejemplo, hay un árbol Panamá que ya anda por los doce metros, y a su alrededor crecen durantas, alamandas, cañas agrias, crotos, palmas rafias y otros árboles como guayacanes y calliandras.

Más adelante hay un jardincito japonés con su respectivo estanque, en el que nadan peces koi. Dentro del estanque hay papiros y, alrededor, chefleras e ixoras para las mariposas. El gran protagonista del lugar es un bonsái.

Hacia el lado del barrio de Paitilla hay una hilera de árboles llamados espino carbón, bellos por tres cosas: dan buena sombra, pueden ser podados con formas caprichosas sin sufrir daños y, cuando se les dejan crecer las ramas, con el viento adquieren un movimiento sinuoso como el de los cabellos de Medusa. Hacia ese lado también hay heliconias, palmas de viajero, rosas taboganas, flamboyanes amarillos y naranjas y los llamados “uveros de playa”, muy característico en las zonas costeras del interior. El gran protagonista aquí es un caobo todavía joven, que se sabe rey. Muy cerca se levanta un barrigón y varias tecomas que brillan con sus flores amarillas, mientras los robles crecen alrededor de los estacionamientos.

El área del viaducto es la más difícil de mantener por su exposición al sol, la poca tierra y la brisa salina, y aun así aparecen patas de elefante, veraneras, agaves, cintillos, jazmines, papos, bambúes y tradescantias. El viaducto desemboca en El Chorrillo, en el que se ha levantado el Paseo de los Guayacanes y El Palmeral, en donde se han reunido varios tipos de palma como la viajera, carpentaria, palma abanico, china, fénix, roja, cola de zorro y cola de pescado, entre otras. Ya en la última etapa de la Cinta se han plantado cuipos, barrigones y árboles Panamá, que todavía están pequeños pero que, en unos años, convertirán el área en una zona de sombras deliciosas para conversar y esperar la tarde.

aa