El Peñol: los recuerdos bajo el agua y la escalera al cielo
Por Julia Henríquez
Fotos: Demian Colman
Las montañas antioqueñas en su máximo esplendor llenan el horizonte mientras pretendemos completar setenta kilómetros en un vaivén de curvas hechas solo para viajeros frecuentes. Es un día de esos en que el cielo se abre por completo y los colores brillan maravillosos. De repente, un “pequeño bultito” interrumpe el paisaje a la distancia. A medida que nos acercamos el “bultito” va tomando forma, hasta que, finalmente, nos enfrentamos a él: es la famosa piedra de El Peñol. El cielo sigue azul y nosotros quedamos estupefactos frente a esta locura de la naturaleza.
Una piedra de 220 metros de altura —¡que salió vaya usted a saber de dónde!— se explaya oronda en medio del paisaje. Un telón de cuarzo, feldespato y mica que esconde una obra de esas que aguan los ojos y te ponen la piel de gallina. Así estamos: indefensos ante su inmensidad y con el corazón palpitante. En torno a la piedra, el antiguo pueblo de El Peñol yace bajo las aguas del embalse que lo inundó.
Mitos alrededor de esta extraña muestra de la Pachamama hay muchos. Adorada por los indígenas que alguna vez poblaron esta zona; despreciada por los campesinos de antaño, que solo la veían como un estorbo para sus tierras, y “robada por el diablo” en varias ocasiones, se puede decir, sin lugar a dudas, que El Peñol ha tenido una historia llena de fantasía, pero de todas las historias la siguiente es mi favorita.
Cuenta la leyenda que la familia Villegas, dueña de estas tierras, vivía abatida por haber heredado tal encarte: una piedra inmensa se interponía en sus plantaciones y nadie ni nada parecía poder sacarla de su camino. Sin embargo, este objeto no identificado fascinaba a Luis, el hijo menor. Sus hermanos se burlaban, pero aun así Luis pasaba horas contemplando la inmóvil piedra. Los años pasaron y la fascinación de Luis no terminó, así que en la repartición de la herencia decidió quedarse con ese “inútil” pedazo de tierra, mientras sus hermanos se repartían los fértiles campos que la rodean.
Muy valiente y llevado por su obsesión, un día Luis decidió trepar solo con sus manos lo que parecía llevar al mismo cielo. Cinco días completos de silencio absoluto, hasta que sus angustiados familiares vieron una bandera en la cima: era su camisa en señal de victoria. En ese momento se dio cuenta del tesoro que se hallaba a sus pies. Meses después, una improvisada escalera de madera daba paso a los valientes que quisieran conquistarla. Hoy, gracias a ese amante de la naturaleza, el mundo entero es bienvenido a disfrutar de ese panorama sin igual que se explaya por 360 grados.
Lista a encaramarme en sus alturas, no puedo evitar imaginar este mismo escenario sin las tiendas de artesanías, las banderas o la cantidad de idiomas que escucho a mi alrededor; solo el pequeño niño con sus grandes ojos clavados en donde ahora yo me detengo igual de expectante. Solo me resta agradecer su terquedad y, como él, disfrutar de lo salido de molde. El reloj me informa que es hora de seguir caminando. Apenas he dado algunos pasos en el estacionamiento y me faltan los 740 escalones que llevan a la cima.
“La subida es fácil”, me dicen, pero la inactividad física se hace notar cuando estás subiendo escalas a 2.137 msnm. Empezamos bien, llenos de energía y expectativas, y en medio de una charla animada. Pronto el aire empezó a faltar y, por supuesto, la conversación acabó. Cien escalones después las “necesarias fotos” eran la excusa para hacer paradas cada vez más frecuentes. Trescientos escalones más y el paisaje ya lucía borroso; cien más, y juraría que entendí lo que decía la familia japonesa que venía a nuestro mismo ritmo. Cuando ya el corazón se me salía por la garganta apareció al fin el escalón número 650: ¡el descanso! Respiro como puedo y miro. Miro a un lado y al otro, miro abajo… y esto sí que me quita el aliento, y ya no es por culpa del ejercicio. El aliento y las palabras parecen irse con el viento: lo que se siente al llegar es más que la satisfacción de la meta cumplida, es un abrir de ojos que te aterriza y te hace apreciar cada bocado, cada centímetro de paisaje. Verdes de mil tonos, azules de mil más y miles de cámaras y corazones abiertos a esta inolvidable experiencia.
Desde aquí recuerdo mi llegada al municipio de El Peñol, esa ave Fénix que no resucitó de sus cenizas pero sí de su ahogo. Yo no sabía la historia y qué mejor forma de conocerla que hablando con quienes la vivieron. María nació y pasó su infancia en el antiguo Peñol, y ahora en el nuevo, en el Fénix resucitado, atiende su panadería junto al Templo Roca. Allí, mientras tomamos un delicioso café antioqueño, nos cuenta, llena de sentimientos encontrados, esos recuerdos de 1978.
—Fue hace muy poco; las heridas siguen sin sanar.
El embalse Peñol-Guatapé, uno de los más grandes de Colombia, provee no solo energía para el país, sino que también es una fuente de turismo para la región. Sin embargo, para lograr lo que hoy conocemos, un pueblo entero tuvo que emprender la partida más dolorosa.
—Para los viejos, como mi papá, fue peor. Nadie quería dejar su casa. Te daban indemnización y casa nueva, pero ellos querían su pueblo, sus casas y recuerdos.
Pero no había nada que hacer, la inundación venía y todo lo conocido quedaría bajo el agua. Y aunque el nuevo pueblo fue muy bien construido y planeado, los corazones de sus habitantes siguen viviendo un poco bajo el agua. Prueba de esto es que, cuando el agua baja y la cruz marca el lugar donde estaba la antigua iglesia, los más devotos navegan hacia allí para rendirle honor.
Mientras hablo con María miro hacia el Templo Roca, una lucha ganada entre la iglesia y los responsables del embalse por la construcción de un templo digno para este pueblo cristiano. Definitivamente estamos en el país del realismo mágico y Macondos hay en cada esquina. Pues en plena construcción del nuevo centro, según el Museo Histórico de El Peñol, el gerente de las Empresas Públicas de Medellín dijo: “Misa se puede decir en cualquier galpón de gallinas”, lo que obviamente desató la indignación y rabia de una parte del clero y el pueblo. Tras una batalla judicial, la iglesia ganó y fue construida la iglesia soñada. Un juego de arquitectura, religión y naturaleza en donde se imita el famoso monolito que representa al municipio.
Desde allí se veía tan lejana mi meta, pero estando aquí en lo alto contemplo este paisaje que te aleja de todo conflicto o devastación. Aquí, el museo, el templo, el nuevo Peñol y la réplica del viejo se han quedado como simples puntitos en mi paisaje. Pero no se dejen engañar… no hemos terminado, esto es solo un descanso de comida, bebida y baño. Faltan noventa y no podemos irnos sin subirlos; seguimos, esta vez por un laberinto de tiendas de souvenirs y por fin llegamos: escalón 740.
Parejas dedicándose poemas de amor, religiosos haciendo promesas, turistas incrédulos y deportistas sin aliento. Todos en un pequeño círculo esperando las medallas de oro en felicitación por nuestra victoria y de trofeo, nada más y nada menos, que todo lo que nuestros ojos puedan contemplar. Aquí hay muchos y al mismo tiempo estás tú solo. Estamos en el cielo.