Rosario: una experiencia ¡bárbara!
Por Iván Beltrán Castillo
Fotos: Carlos Gómez
¿Cuántas veces habrá atravesado estas calles Lionel Messi, con el balón en las manos y vistiendo el uniforme impecable y oloroso a lavanda que le planchaban su abuela y su madre, soñando con la gloria de los estadios? ¿Fue en alguna de estas casas de grandes corredores con geranios donde Ernesto “Che” Guevara, años antes de adquirir su ímpetu de revolucionario, dio sus primeros pasos? ¿Cuántos personajes creados por Roberto “El Negro” Fontanarrosa ‚Äïcomo Boogie el Aceitoso e Inodoro Pereyra‚Äï brotaron de la imaginación de este genio del humor, la sátira y la literatura en los bares y cafés de esta ciudad portuaria? ¿Cuántos marineros atorrantes, cuántas bellas damiselas, cuántos aventureros impenitentes navegaron en barcos por su río de aguas profundas y heladas? ¿Fue el ritmo crepitante de las noches que parecen impregnadas de erotismo el jalón inicial para que Fito Páez, l’enfant terrible del rock and roll en español, acudiera al llamado de la música?
Viajar a Rosario, en el extremo sudeste de la provincia de Santa Fe, tercera ciudad de la Argentina, después de Buenos Aires y Córdoba, resulta ser una comunión con la cultura, la buena gastronomía, la memoria histórica y literaria. Allí la arquitectura parece contarnos el sueño del pasado, la bohemia en su sentido más lírico, el arte tradicional y el contemporáneo, las leyendas urbanas y hasta la gran medicina.
Doce museos, diez y siete espacios culturales, veintiséis teatros, ocho grandes salas de cine, veinticinco sitios emblemáticos y patrimonios culturales, nueve parques, once paseos comerciales, catorce galerías, una treintena de hoteles de buena categoría y un sinfín de lugares gastronómicos y de entretenimiento colman en Rosario las expectativas del viajero.
Una generosa mezcla de sangres, procedentes de los más diversos puntos del orbe y consecuencia de los episodios más remotos de la historia, navega por el alma de los rosarinos y les regala un misterio fascinante, una sensualidad suave y discreta como una sonata de Chopin, una intensa e inenarrable pasión por la vida y un curioso sentido de reflexión sobre los misterios que desde siempre horadan la cabeza de los hombres. Algo hay en el rosarino de filósofo soterrado, de artista sensual, de curioso voyeur de realidades esquivas.
El rosarino lleva en su torrente al italiano parlanchín, al humanista letrado, al botánico, al portugués que describen las mitologías lusitanas, al francés cartesiano, al inglés pragmático, al español, al árabe, al judío y al alemán. También al precolombino sabio y montaraz, al japonés y al chino. Y con esa profusión de identidades ha constituido una personalidad tan legítima, un yo tan excepcional y único, que incluso entre los argentinos su impronta es fácilmente detectable.
La memoria y el agua
Un viaje corto desde Buenos Aires nos pone en tierra rosarina y de inmediato nos sale al encuentro un maravillo universo surgido a orillas del río Paraná. Hay aquí gran crepitación económica y altas pesquisas estéticas, reverencia por un pasado que, en palabras de los más sencillos transeúntes y en las de los más puntillosos expertos, adquiere los matices de una gesta legendaria.
Aunque nació y creció en las márgenes del tumultuoso río, que fue desde siempre su mayor fuente de ingresos, Rosario estuvo durante mucho tiempo de espaldas a su magnífico tesoro, como si no le prestara atención o existiera una vida distinta que podía prescindir de su influjo. Según los expertos y eruditos, aquella actitud resulta hoy inexplicable, y habría de acudirse a la pesquisa sociológica para desentrañar los motivos de aquella actitud desdeñosa. Las cosas cambiaron lentamente y las últimas generaciones de rosarinos se aproximaron al río con devoción y entonces se descubrió la amorosa ligazón existente entre la ciudad y su espejo de agua.
En la actualidad el Paraná es el gran señor y la memoria de la ciudad, y motiva al paseante a detenerse en sus orillas durante largos y placenteros instantes. La gran cantidad de playas, restaurantes, bares y ramblas de la ciudad sirven de escenario para que el ciudadano se siente a soñar grandes negocios, maravillosas sinfonías, escrupulosas investigaciones económicas o nuevos platos para enriquecer la buena mesa latinoamericana, tiendas futuristas o galerías destinadas a convertirse en vitrinas del alma sublime.
La amorosa cercanía del Paraná es industrial, financiera, cotidiana, deportiva… Tanto el obrero del puerto como el pescador o el navegante tienen un diálogo rutinario con esta masa de agua, una de las más grandes y torrenciales de Sudamérica y el mundo. Sus playas y paradores representan para el rosarino un interregno de la cotidianeidad: La Florida, Rambla Catalunya y el barquito de San Andrés, principalmente.
Una familia de islas cercanas, de tamaños y follajes irregulares, aparece como auténtico espejismo frente al viajero que otea el horizonte. Esos destinos son codiciados por el turista y el local, que se desplazan en lanchas, gomones (especie de balsa), cómodos veleros o suntuosas naves como el barco Ciudad de Rosario, de gran reputación.
El ensueño de la piedra
En Rosario, todas las personas son especialistas en historia. No en vano aquí se encuentra el Monumento a la Bandera, impresionante osamenta de más de setenta metros inaugurada en 1957, que se levanta en el sitio donde el general Manuel Belgrano enarboló la bandera frente a sus huestes apasionadas y libertarias.
El pasado y el futuro pactan cotidianamente, porque una eterna procesión de niños recorre el monumento escuchando, como una vieja película clásica, los pormenores de la epopeya. Está construido en el parque del mismo nombre y su cúpula ofrece una majestuosa vista del río Paraná y de la ciudad. Lo construyeron dos arquitectos utopistas: ángel Guido y Alejandro Bustillo, poniendo en cada centímetro de la piedra la más fantasiosa parafernalia lírica. Construido en mármol travertino y piedra de los Andes, ocupa una superficie de 10.000 metros cuadrados.
El casco histórico de Rosario tiene los ingredientes necesarios para transportar al viajero a través del tiempo. La generosa mezcla de estilos arquitectónicos, las calles y avenidas, la conservación escrupulosa del alma original de cada casa y edificio, la convierten en un fortín de la nostalgia. Muchos son los pensionados, antiguos banqueros en uso de buen retiro y maestros que viven un otoño propicio en las bancas de sus parques. También son famosos los jugadores de ajedrez, que parecen moverse con somnolencia ritual jugando su partida en los sitios consagrados al juego ciencia.
Pero no solamente es un sitio prosternado a la saudade. La calle peatonal Córdoba, que atraviesa el centro, es una vital síntesis de lo que fue, es y será la vida de Rosario, con sus tenderos vivaces, mayoristas siempre alertas, funcionarios industriosos, sastres, peluqueros y obreros optimistas a pesar de las épocas de crisis. Todo lo anterior es mucho más que un simple monumento al pasado. Allí quedan la Facultad de Humanidades y Artes, el Palacio Fuentes, el Espacio Cultural Universitario, el Banco Unión, Agrícola Compañía de Seguros, el Jockey Club, el Centro de Innovación y Desarrollo Local, el pasaje Pan, el palacio Fuentes y la sede del Club Español.
El cuerpo feliz
El rosarino ha tenido desde siempre un fértil diálogo con la naturaleza; es vital, sanguíneo y solar, y el verano parece ser su estación propicia. Por eso el deporte constituye una de las constantes de la actividad de la urbe, donde siempre hay algún gran evento, una maratón, una justa futbolera, un vibrante encuentro de hockey o golf.
Durante el año, tres populosas maratones de trascendencia internacional atraen a gente de los más diversos países y se convierten en tradiciones que ya ocupan un lugar en la psique colectiva. En mayo, la media maratón Ciudad de Rosario; en junio, la Maratón Internacional de la Bandera, y en octubre, la maratón internacional Puente Rosario-Victoria, que consiste en cruzar corriendo el portentoso puente que une esas dos poblaciones y cuya construcción, aunque aún no escrita en una crónica o un libro, fue una aventura humana no exenta de dramas, grandezas personales y vicisitudes. Los transeúntes están acostumbrados a ver pasar a los maratonistas y vitorear su esfuerzo y resistencia, pues son carreras que requieren meses de disciplina y consagración.
También el golf, el hockey y los deportes náuticos ocupan la agenda deportiva de la ciudad y se disputan las preferencias de los deportistas. El Abierto del Litoral y el Abierto Ciudad de Rosario son dos importantes encuentros anuales de golf. Algunos afirman que la ascendencia europea, presente en la sangre de muchos rosarinos, cuenta a la hora de encender la pasión por este juego elegante y parsimonioso. Los deportes náuticos, el turf y el automovilismo son otras grandes adicciones de los rosarinos y en cada uno de ellos la ciudad tiene un ídolo, una leyenda y un nombre que deben repetirse a la hora de hacer los balances y recuentos de la urbe.
Pero el mito, la leyenda, el surtidor de imágenes eternizadas en el alma de los rosarinos es, por supuesto, el fútbol. Aquí dejamos el territorio de la realidad para adentrarnos en una auténtica mitología, una devoción colectiva, una pasión capaz de parecerse a lo religioso y lo ritual. Dos son los nombres que zurcen esta historia: Rosario Central y Newell’s Old Boys, cada uno de ellos tiene su estadio y la rivalidad es feroz. Los domingos, a eso de las cuatro de la tarde, comienza la justa, y los aficionados abarrotan las gradas de los estadios. Cuando se juega el clásico rosarino la ciudad se paraliza por completo y el silencio sólo es roto por el alarido del gol.
Los seguidores del Newell’s Old Boys no dejan de contarle al extranjero, al caminante desprevenido, al periodista, la historia de la edad de oro de su club; es decir, los años en que el genio del fútbol Lionel Messi jugó en la escuadra, que fue la primera estación de su carrera fulminante.
Los buenos servicios
La mesa rosarina es fantasiosa, colorida, siempre impregnada de ingenio, como si sus artífices fuesen unos consumados artistas, poetas conmovidos ante la infinitud de los sabores que el universo tiene reservado a los hombres. La presentación es distinta a la de otras partes del país y la variedad de peces extraídos del río Paraná resulta asombrosa, una experiencia interior, un viaje a las raíces de la historia de la ciudad. Los expertos afirman que “nuestros peces saben a pasado, a primavera, a invierno en ocasiones, a amor y a abrazo”.
Como en un bodegón pintado por Picasso o Alejandro Obregón, las viandas desfilan frente a la pupila del comensal: jaibas rozagantes, peces de aspecto prehistórico y nombre impronunciable, naranjas, peras y legumbres de colores rabiosos, carnes que hacen honor a la fama del ganado nacional y, como si todo esto fuera poco, los helados artesanales más reconocidos de Sudamérica.
Música para trovadores
El arte y la música han recalado también en Rosario; de hecho, allí nació la trova, un movimiento poético y transgresor que, durante la Guerra de las Malvinas, lanzó todo un abanico de mensajes libertarios. Fue en el periodo en que prohibieron la música en inglés, abriéndole el camino a las producciones folclóricas y el rock en español.
El 14 de mayo de 1982, en el Estadio de Obras Sanitarias, Juan Carlos Baglietto fundó ese movimiento de manera inconsciente, al lanzar el álbum Tiempos difíciles. Su banda estaba compuesta por algunos brillantes intérpretes, incluido un joven cuyo destino sería convertirse en un mito popular latinoamericano, uno de los más vigorosos cantautores del rock en español y figura emblemática de Rosario: Fito Páez.
Por todo lo anterior, dicen los muchos bohemios que todavía quedan en los cafés y bares de la ciudad, especialmente los del Faraón, icónico lugar donde se reúne la crema y nata de la intelectualidad y la inteligencia artística rosarina, que aquí en Rosario perdura el dulce fantasma del Che, Fontanarrosa y de un pasado de gloria.