Surcando la cordillera patagónica
Texto y fotos: Mariana Lafont
Conocer países y nuevas costumbres siempre es apasionante, y cuando además hay un cruce de frontera de por medio, la experiencia es mucho mejor. Tal es el caso del Cruce Andino, una travesía que hace más de cuatrocientos años ya era familiar para los huilliches (indígenas del sur de Chile) y los jesuitas de Chiloé, en su senda evangelizadora; un periplo por la naturaleza de los parques nacionales Vicente Pérez Rosales, en Chile, y Nahuel Huapi, en Argentina; una ruta que “surca” la cordillera de los Andes y cuya historia se remonta a fines del siglo XIX.
Carlos Wiederhold, empresario alemán afincado en Osorno, quien instaló un almacén que vendía mercaderías y herramientas a colonos, aprovechó la ruta de los lagos Nahuel Huapi, Frías, Todos los Santos y Llanquihue para mover mercaderías por Chile en solo tres días. Para ello construyó navíos a vapor y creó la Sociedad Chile-Argentina. Este cruce era la única opción razonable en la época en que los caminos andinos eran huellas intransitables. La empresa tuvo éxito y controló la ruta Bariloche-Puerto Montt, aunque lo difícil era atravesar los diez kilómetros de montaña, desde Puerto Blest hasta Peulla, por tierra y llevando todo a lomo de mula. Pero al caer el comercio, debido a la Primera Guerra Mundial, la sociedad quebró y Ricardo Roth, uno de los socios, suizo radicado en Peulla, compró a sus ex socios el tramo Bariloche-Puerto Varas y lo dedicó al turismo. Así surgió el Cruce de los Lagos y una de las primeras agencias turísticas de la zona.
Nuestro viaje trasandino comenzó a todo lujo, en uno de los lugares más tradicionales de Bariloche: el Llao Llao Hotel & Resort, dentro del Parque Nacional Nahuel Huapi, ubicado estratégicamente en una suave colina frente a Puerto Pañuelo (de donde zarpan la mayoría de los paseos lacustres), en pleno Circuito Chico. La primera vez que vi este hotel tenía nueve años y aún conservo la foto donde salgo con un perro San Bernardo y al fondo se ve la emblemática construcción (en aquel entonces cerrada). Varios años después volví en viaje de egresados, me saqué la misma foto y el hotel seguía cerrado. Saber de su apertura fue una gran alegría, pues siempre tuve ganas de conocer esta construcción de principios del siglo XX de estilo canadiense, hecha en madera, piedra y tejuelas normandas.
El primer día descansamos disfrutando de la piscina climatizada y al aire libre, con vista a los lagos Nahuel Huapi y Moreno y al Cerro Tronador, volcán de casi 3.500 metros que se distingue fácilmente, ya que sobrepasa en mil metros a las cumbres vecinas. Al atardecer, aunque había muchas actividades para hacer, decidimos dar un paseo por el gran parque y la cancha de golf de 18 hoyos. Tanta tranquilidad nos llenó de energías para el viaje que se avecinaba. La edificación del Llao Llao comenzó en 1936, bajo la dirección del arquitecto Alejandro Bustillo. Fue construido en madera y piedra, con techo de tejuelas de alerce y muchos balcones, terrazas y ventanales para apreciar su bucólico entorno. Su nombre se debe a un hongo típico de la región, el llao llao, que crece adherido a coihues y ñires, árboles nativos de la región. Fue inaugurado en enero de 1939, pero un incendio lo destruyó, así que fue reconstruido y, un año después, reinaugurado, permaneciendo abierto hasta 1979. Tras varios intentos de reapertura, estuvo abandonado hasta 1993, año en que fue remodelado respetando el proyecto original, donde se lucen salones señoriales, enormes arañas e interminables alfombras. Grandes toques para este clásico hotel de montaña, ideal para unas vacaciones en familia.
El puerto frente al Llao Llao
Luego de un inolvidable desayuno, cruzamos a Puerto Pañuelo a las ocho de la mañana. Estaba todo listo para ir a Puerto Blest, primera parada de la travesía andina. Navegaríamos por uno de los lagos más atractivos del sur argentino y su magnífica geografía. Misioneros jesuitas europeos llegaron en 1670 desde Chiloé y fundaron la Misión del Nahuel Huapi para evangelizar a los nativos, pero la abandonaron en 1718 luego de la matanza de miembros de la orden. El lago fue redescubierto en 1876 por el perito Francisco Moreno, gran explorador de la Patagonia y propulsor de Parques Nacionales. Los primeros colonos comenzaron a navegarlo, debido a la ausencia de caminos, y desde 1920 empezó a ser considerado un atractivo turístico.
El día prometía estar despejado y con poco viento, un lujo teniendo en cuenta que nos dirigíamos a una de las zonas más lluviosas del país. En el catamarán iba un gran grupo de portugueses y otros turistas extranjeros; mi hija, mi amiga y yo éramos las únicas argentinas. Algunos pasajeros desayunaban en el bar, varios dormitaban y otros se divertían dándoles galletitas en el pico a las gaviotas que escoltaban la embarcación. De pronto el capitán tocó la bocina varias veces: estábamos frente a la isla Centinela, donde descansan los restos del perito Moreno. La navegación duró poco más de una hora para hacer 18 kilómetros de aguas tranquilas del brazo Blest (uno de los siete que tiene el lago), mientras el sol calentaba cada vez más. Desembarcamos en Puerto Blest, minúsculo puerto en la desembocadura del río Frías. Además de continuar a Chile, desde aquí se cruza a Puerto Cántaros para visitar la cascada y el idílico lago homónimo en una excursión del día. Con tanta lluvia, el bosque valdiviano (ecosistema selvático de clima frío) está en su esplendor con coihues, alerces, cañas colihue, helechos y enredaderas. Luego de una hora de recreo tomamos un bus para hacer tres kilómetros hasta Puerto Frías, tramo que antiguamente era más aventurero y se hacía a caballo. En un verdísimo lago Frías esperamos la embarcación que nos llevó a Puerto Alegre con la blanca cumbre del Tronador asomando al fondo.
El viaje fue corto, veinte minutos, y apreciamos el bucólico paisaje del lago Frías. éramos los únicos internándonos en la cordillera bajo la figura del Tronador y el cantar de algunas aves. El lago estaba planchado y la inmensidad de las montañas erizaba la piel. Al otro lado hicimos migraciones, nos despedimos de la guía argentina y saludamos al guía chileno que iría a Peulla. Fue un viaje de una hora y la vegetación se hizo mucho más tupida yendo al oeste. El bus trepó por un camino de montaña y luego de 26 kilómetros llegó a una imponente arcada de troncos: la entrada al Parque Nacional Nahuel Huapi. Pegado a ésta, el cartel de bienvenida a Chile y al Parque Nacional Vicente Pérez Rosales. Continuamos por la ruta CH-225 a Casa Pangue, donde había otra espectacular panorámica del Tronador enmarcada por el rojo furioso de los notros. Cuando el bosque quedó atrás surgió una amplia y verde pradera: el prolijo fundo Rigi con ovejas, ñandúes, vacas y llamas. Después del breve trámite migratorio caminamos unos metros hasta el Hotel Natura. Estábamos en Peulla (“brotes de primavera” en mapudungún), corazón del cruce andino.
Entre Peulla y Puerto Varas
Luego de instalarnos en la habitación corrimos a almorzar, antes de que cerrara el restaurante y volvimos para una merecida y reparadora siesta de dos horas. Solo restaba gozar de no hacer nada y relajarse en la aislada Peulla: bello paisaje, tranquilidad y mucho silencio. Hace un siglo, Ricardo Roth comenzó el desarrollo turístico de este bucólico rincón. Junto con la empresa Andina del Sud, Roth se quedó con 7.000 hectáreas de bosques que desde 1926 forman parte del primer Parque Nacional chileno: Vicente Pérez Rosales. Estando allí imaginaba el mismo viaje en Ford T allá por 1915, ¡toda una aventura! Aquí Roth instaló una casa para trabajadores de la compañía, que luego se convirtió en el Hotel Peulla. En 2008, la infraestructura se amplió con el Hotel Natura. El alojamiento construido con madera nativa, concreto y piedra laja está al lado del viejo hotel; ambas edificaciones se unen por una pasarela techada. Estos hoteles dan vida a la aldea, ya que sus 150 habitantes son prácticamente todos empleados, como el camarero de Temuco que nos atendió o la encargada del almacén que hacía diez años trabajaba allí con su marido.
Como en Patagonia los días son largos en verano y anochece a las nueve de la noche, hubo tiempo para caminar. El bello jardín frente al viejo hotel de tejuelas blancas estaba lleno de rododendros en flor, árboles con generosa sombra y un relajante aroma floral frente al mallín colmado de lirios amarillos, grandes nalcas y patos nadando. Y para completar la postal tuvimos una noche de luna llena acompañada por el croar de cientos de ranas: un edén andino. Al otro día, algunos pasajeros salieron de excursión y otros hicieron canopy por el bosque de coihues, mientras que nosotras hicimos una caminata a diez minutos del hotel entre lianas, helechos, nalcas y coihues hasta la delicada Cascada Velo de la Novia. De regreso almorzamos y esperamos hasta la hora de partida en el estar del hotel, con amplios ventanales que enmarcan el paisaje.
Apenas un kilómetro recorrimos hasta el puerto de Peulla. Embarcamos y enseguida comenzó el viaje, en un más que ventoso lago de Todos los Santos, también llamado “lago Esmeralda” por su increíble tonalidad. Como el Nahuel Huapi, fue descubierto por jesuitas de Chiloé que buscaban una ruta al este y quedó en el olvido cuando los religiosos se fueron en 1718. Fue redescubierto a mediados del siglo XIX por expedicionarios que subieron a la cima del Osorno y divisaron su espléndido color.
Este espejo de agua está rodeado de cerros escarpados donde se cuelan pocas y pequeñas llanuras y cada tanto se ven algunas viviendas que parecen “colgadas” de las frondosas laderas. De hecho, en un momento la embarcación paró a recibir a pobladores que se acercaron con sus lanchas. Las maniobras fueron complicadas a causa del oleaje, y mujeres y niños abordaron el catamarán entre nervios y risas. El plato fuerte de la navegación fueron los tres volcanes que pudimos apreciar: el Tronador, el Puntiagudo (con una nube coronando su afilada cumbre) y el Osorno, aunque solo vimos su base, ya que el día se puso más gris. El viento seguía, la mayoría se quedó adentro y solo unos valientes salieron a sentir la adrenalina del Puelche soplando en la cara. Luego de una hora y cuarenta minutos desembarcamos en Petrohué.
Enseguida subimos al bus (que en una hora nos dejaría en Puerto Varas). Lamentablemente no bajamos a los saltos del Petrohué ‚Äïcaprichosas rocas volcánicas bañadas por caídas de agua color esmeralda‚Äï, ya que el clima se había puesto feo. Muy pronto apareció a nuestra derecha el Llanquihue, el lago más grande de Chile (que no comparte con Argentina) y en cuya ribera hay hermosos enclaves como Frutillar, Puerto Octay y Llanquihue. El más grande es Puerto Varas ‚Äïepicentro de la colonización alemana entre 1840 y 1870‚Äï desde donde se va al Parque Nacional Vicente Pérez Rosales, ideal para practicar trekking y kayak, hacer paseos lacustres, tomar baños termales o subir a la cumbre del Osorno. Por la costanera de la ciudad se llega a una loma con el frondoso Parque Philippi y un gran mirador desde donde se puede apreciar Puerto Varas, su lago y el vistoso techo rojo de la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús; templo inspirado en la iglesia Marienkirche de la Selva Negra alemana, encantador rincón germano del sur chileno.
http://www.cruceandino.com/
En Argentina:http://www.turisur.com.ar/,http://www.llaollao.com/esp/
En Chile: http://www.turistour.com/tour/
En Peulla: http://www.hotelnatura.cl/
Xhttp://www.cruceandino.com/X