Reportaje a la Paz
Por: Iván Beltrán Castillo
Fotos: Lisa Palomino
Cuando arribó a Bogotá, después de unos episodios tan ingratos como para inundar sus noches de sazonadas pesadillas, ángela Juango no sabía aún los pequeños, sutiles e inesperados detalles que le revelaría su nueva condición de desplazada. No quiere olvidar esos días porque, aunque muy ásperos, abrieron la puerta de un renacimiento, y detesta, en cambio, entrar en detalles específicos, y tal vez obscenos, sobre la purga a la que ella, su familia y su región debieron someterse.
Caminaba por la nueva, infinita, atronadora ciudad, atrayendo las miradas de algunos y la admiración de quienes adoran lo exótico en apariencia, lo llamativo e inusual. Ella parece una femenina y rubicunda versión africana del Buda. Algo en su estampa evoca el sosiego de las nodrizas y nanas de las fábulas ancestrales, la luminosidad de las hechiceras bantú, los milagros de las iniciadas de Mozambique o Kenia, o la risa de las negras mucamas que salen en novelas y cuentos ambientados en el esclavista sur de Estados Unidos.
En realidad es una mujer de Tumaco, población del suroccidente nariñense, miembro de una gozosa estirpe de cocineras tradicionales, y toda su vida está ligada a las costumbres de mesa, merced a lo cual, muy pronto, en la capital de Colombia, entendió que la nostalgia puede expresarse en la ausencia de ciertos olores, gustos del paladar y costumbres de la nutrición.
“Mi abuela, mi madre, mis tías, todas fueron cocineras y dueñas de un recetario estupendo, pasado de persona a persona como una clave o un secreto de amor. Aquí extrañaba las especias de mi departamento, el sabor de los almuerzos o desayunos que había compartido con mi gente, la sensación de felicidad de cada bocado, el gusto indescriptible que adquieren nuestros platos tras su mágica cocción, y ninguna de las viandas que me salían al paso recuperaba la pérdida culinaria”, evoca mientras recorre una plaza de mercado, escogiendo con gravedad los ingredientes que le servirán a ella y sus compañeros de experiencias gastronómicas para la realización de un próximo festín, en el que el arroz con coco, el pescado frito y unos gigantescos y crujientes patacones serán los protagonistas.
“Las pequeñas plantas aromáticas de sabor inolvidable, como el cimarrón, brillan por su ausencia en esta gran urbe. Y sin ellas todo se complica, porque los platos no alcanzan el sabor ideal. Yo recorro entonces hasta la última plaza y el último tenderete para hallar los sitios providenciales donde los venden y por eso nuestros banquetes son un éxito y representan la memoria gustativa de una sapiente cultura”.
“Uno va por el mundo con el legado de su origen, y eso ninguna violencia puede arrancarlo. Pronto aparecen en el camino las criaturas que están realizando caminos parecidos. Entonces, a pesar de que la cosa parecía difícil en Bogotá, me vinculé con el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. Se trataba de exorcizar aquellos duendes y demonios engendrados por la violencia y la guerra. Y allí cada una de las personas cargaba su anhelo de recuperar detalles y costumbres de su cotidianidad: unos suspiraban por los paisajes perdidos, otros por la música y los cantos con los que crecieron; algunos añoraban las historias y relatos que escucharon a sus mayores; no faltaba la muchacha que no quería perder el estilo de sus peinados, la forma en que hacía de su cabello una invención constante y una travesura poética. Ninguno tenía rencor, a pesar de su condición de víctima, pero todos sentían pena ante la posibilidad de perder su botín de exquisitos hábitos domésticos”, apunta ángela.
Todos éramos niños
Estos artistas cotidianos, de los que ángela Juango es apenas un botón de muestra, reunidos alrededor del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, recuerdan su infancia de manera clara, cinematográfica, puntual. Y por eso la densidad de sus nostalgias es más aviesa y los obliga a trabajar en la recuperación de sus ceremonias y costumbres; pero todos han encontrado la fórmula de la redención en actividades espirituosas.
Lo sabe Marcela Ospina, quien llegó de Caldas a las volandas para escapar del cerco de terror impuesto por los obscuros emisarios de la muerte, y que en la actualidad es una de las más elocuentes artistas del Centro de Memoria así como una reposada analista de la verdad impronunciable de un país. Y Olimpia Barrero, actriz y cantante que convoca, desde un escenario, el recuerdo de los que desaparecieron un día o, bien, de los que estuvieron en las manos del odio, la injusticia y la infamia. Y Juan Rolando Paz, un hombre pequeño y cobrizo de San Agustín, afecto a narrar historias y mitos de su tierra, que produce la sensación de levitar mientras utiliza un español melódico. Y Daniel Arias Gil, de Istmina, Chocó, defensor enconado de los derechos de la población afro-descendiente, cuya estampa recuerda la de algunos personajes de la literatura antillana de Alejo Carpentier o José Lezama Lima. Y lo sabe también Luis Felipe Peinado, un costeño que maniobra con destreza de ilusionista los ingredientes básicos de la cocina de la costa Atlántica colombiana, quien no ha dejado de soñar con volver a la región de la que fue expulsado, para retornar a la playa donde pescaba peces enormes cuando era apenas un niño de edad escolar.
Lo saben, en suma, todos los que han participado de este proyecto y que, más allá de un ajuste de cuentas o un gravísimo memorial de agravios, buscan encontrar el lado positivo de una experiencia trágica.
La metamorfosis del recuerdo
“Los Oficios de la Memoria”, cuenta Daniel Arias Gil con los suaves modales de un maestro de ceremonias, “demuestra que la memoria no es solamente trágica. Incluso su porvenir ideal es transformarse en una fiesta, triunfal y risueña. Una fiesta de recuerdos y costumbres que se prolongan en el tiempo, como símbolo de la grandeza de las gentes que los esculpieron”.
“Los artistas y participantes de los Oficios de la Memoria”, relata Marcela Ospina, “se han integrado en cuatro grupos. Cada uno de ellos vuelve a definir el rostro de la realidad y las funciones de la tradición y los recuerdos: Sabores y saberes, cantera de la riqueza de la gastronomía tradicional colombiana, tan diversa y extensa como un atlas; el Costurero de la Memoria, donde las heridas dejadas por la sorda escaramuza de siglos se transforma en obras de arte cosidas con laboriosas y pacientes manos. En ellas, los hechos duros y nuestra tremenda vigilia se purifican en la belleza y la poesía. También está el Teatro de la Memoria, fomentando grupos y obras que nos ponen frente al espejo y nos muestran el sendero de nuestro pasado y el anuncio de nuestra plenitud. Y hay un grupo numeroso que está haciendo una colección de libros plenos de sinceridad y recuerdo, a los que han bautizado como Cartongrafías de la Memoria. Estos cuadernos nos llevan por paisajes dolorosos de la memoria, pero también nos dan un legado de texturas, sonidos, sabores, saberes y emociones que parecieron perderse cuando, como náufragos en tierra, nos sentimos casi fantasmas en la ciudad fría y distante”.
Y todos, como si se tratase del coro de una espléndida pieza de teatro, afirman: “Estamos descubriendo con esta labor el derecho del pueblo a escribir su propia historia. El propósito es dignificar a la victimas que algunas veces fueron tratadas como escoria o como mensajeros de una verdad imprudente. Cada vez que pintamos, cada vez que tejemos, cada vez que subimos a un escenario y cada vez que escribimos vamos ganando peso y presencia sobre esta tierra difícil”.
El centro de todos los recuerdos
• El Centro de Memoria, Paz y Reconciliación es una entidad que intenta poner en práctica ejercicios de recuperación del difícil acontecer histórico de Colombia, abriendo un espacio fraterno de análisis y comunión que dilucide los interrogantes dejados por la perenne escaramuza nacional.
• Está construido en un área del Cementerio Central de Bogotá, a escasos metros de la obra Auras anónimas de la artista Beatriz González, intervención de la pintora bumanguesa que se encuentra en las tumbas de 9.000 N.N. La obra fue diseñada por Juan Pablo Ortiz Arquitectos luego de un concurso abierto por la Secretaría de Educación de Bogotá para conmemorar el bicentenario de la Independencia.
• El Centro tiene una actividad fragorosa, siendo un punto muy concurrido por estudiantes, eruditos e investigadores. Está construido por debajo de la tierra y encima de una simbólica y lustral cama de agua.
• Camilo González Posso, director del Centro, es un catedrático, ex ministro e investigador del conflicto colombiano.