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PersonajesRabassa para siempre

Rabassa para siempre

Por: R. M. Koster y Guido Bilbao
Fotos: Javier Pinzón

 

Todos alguna vez necesitamos un coyote; alguien que nos cruce al otro lado de la mano y nos ayude a atravesar las sombras de nuestra propia ceguera. En cierto sentido, un traductor es eso: alguien que guía. Gregory Rabassa es el mayor coyote de la literatura latinoamericana. El hombre que abrió las puertas del mundo de habla inglesa a los más grandes: tradujo a García Márquez, Vargas Llosa, Asturias, Cortázar, Jorge Amado, Clarice Lispector, Donoso, Goytisolo y muchos más.

De tanto ir al cine, uno tiene la sensación de que ya conoce todo de Nueva York, incluso el interior de las casas. Este apartamento en el Upper East Side de Manhattan, en la Avenida Lexington, parece salido de una película de Woody Allen: el refugio de un profesor universitario. Rabassa abre la puerta y saluda con alegría. Viste pantalón de pana con zapatillas deportivas. Una inmensa biblioteca ocupa la pared más grande de la sala: colmada de libros, de dibujos, de manuscritos… El segundo estante, empezando desde abajo, es su legado. Todas las obras que tradujo, una tras otra, en orden cronológico. Frente a la ventana hay una mesa pequeña, una silla y una máquina de escribir portátil marca Olympia, que Rabassa compró hace medio siglo. La mandó a modificar para agregarle los acentos del portugués. Se puede escribir en todas las lenguas románicas e incluso en alemán. Fue al mando de esta reliquia —¿la máquina de escribir más culta del continente?— que Rabassa construyó, palabra por palabra, los cimientos de lo que conocemos como boom latinoamericano; literatura que conquistó el mundo luego de ser traducida, hasta conseguir tres premios Nobel.

“Si los traductores son los héroes anónimos de la literatura contemporánea, Gregory Rabassa es su superhéroe”, dictaminó el prestigioso New York Times Book Review. En una entrevista que le hicieron para el Centro de Estudios sobre Traducción, en la Universidad de Dallas, lo presentaron así: “Sus críticas y comentarios teóricos sobre los procesos y el arte de la traducción han sido una guía creativa que iluminó el camino de este oficio en todos los niveles”. Sentado en un sillón inmenso, en el living de su apartamento, Rabassa se sacude el prestigio y dice que los elogios deben ser para los autores. Que no cree merecer todo eso que dicen de él.

En su autobiografía dice que desde joven era un coleccionista de idiomas…

“Sí. Gracias a Dios tuve una educación antigua. En la escuela estudié latín y francés; en Dartmouth, español y portugués. Gran parte de este estudio consistía en traducir; no creo que los estudiantes aprendan tantas palabras ahora. Traducir es tener vocabulario incorporado. Durante la Segunda Guerra Mundial pasé dos años en Italia y aprendí italiano. Compré en Nápoles una buena edición del Dante que me acompañó durante la campaña”.

Rabassa es un hombre pacífico pero está orgulloso de haber luchado en la guerra contra el fascismo. Por ser lingüista lo aceptaron en el servicio de inteligencia militar para trabajar con criptografía: traducción bajo fuego. Las fuerzas aliadas en Italia incluían unidades británicas, francesas, polacas, canadienses, marroquíes, gurkas y brasileñas. En medio del infierno, el coyote encontró un extraño paraíso lingüístico.

Al volver de la guerra se mudó al Greenwich Village del furor del bebop. Como el gobierno ofrecía pagar los estudios de los soldados, se matriculó en Columbia. “Nunca hice nada que no quisiera hacer y eso me hizo llegar a la edad que tengo. Esa idea del sacrificio siempre me pareció una trampa. Es el trabajo lo que envejece a la gente”. Tardó diez años en hacer su doctorado en literatura hispanoamericana. En 1955 le ofrecieron dar clases en Columbia. Empezó a colaborar con Odisea, una revista de la universidad. Su tarea consistía en buscar cuentos hispanos. Como no había traductores, los traducía él. Hasta que lo llamaron de una editorial. “Querían traducir Rayuela, una novela argentina de un tal Julio Cortázar”. El destino es una casualidad: un año después Rayuela obtuvo excelentes críticas en Estados Unidos y Rabassa ganó, con su primer trabajo, el Premio Nacional del Libro en la categoría traducción.

¿Conocía Rayuela cuándo le ofrecieron el trabajo? ¿Cómo fue el proceso de esa primera traducción?

“El libro lo fui leyendo mientras traducía. A medida que avanzaba le iba mandando algunas páginas a Julio, que tenía un buen inglés. Con el tiempo nos hicimos grandes amigos. Nos visitó varias veces”.

De repente Rabassa mueve un brazo para tomar impulso, agacha la cabeza y sin decir palabra se para y se va. Camina lento pero decidido. Entra en una habitación y vuelve enseguida con un cuadro que enmarca una serie de dibujos con fibras de colores.

“Esto es un tesoro que, para mí, define a Julio incluso más que su literatura. Este dibujo que nos mandó es un juego con nuestra hija. Julio tenía cierto rapport con los chiquitos: podías ver que ellos lo entendían. Uno de sus cuentos habla de un personaje, una chica que los niños perciben pero los adultos no ven. Los grandes dicen que se inventaron una amiga imaginaria para jugar. Pero al final del cuento, el narrador puede ver a la chica, como los niños. Ese es Julio: alguien que ve lo que ven los niños y que los adultos no ven. Traduje casi toda su obra. De los escritores que conozco de Hispanoamérica, Julio es el más singular. Tiene algo más”.

Luego de Rayuela vino Mulata de tal, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, quien recibió el Premio Nobel en 1967, el mismo año en que apareció su traducción. Después tradujo a García Márquez, que muchos años después obtendría también un Premio Nobel.

“No. Después de Mulata de tal vino La manzana de la oscuridad, de la brasileña Clarice Lispector, una mujer que se parecía a Marlene Dietrich pero escribía como Virginia Woolf. Es una buena combinación. Estaba en eso cuando me contactaron por recomendación de Cortázar para traducir Cien años de soledad. Dije que no; estaba ocupado. Pero Julio convenció a Gabo para que me esperara. Gabo esperó y al final salió todo muy bien”.

Cien años de soledad es una historia con un ritmo muy propio. ¿Fue difícil traducir una obra tan importante?

“Fue uno de los pocos libros que había leído antes de que me propusieran traducirlo. Sabía que era muy bueno, pero lo trataba como cualquier otra tarea. Si no, la traducción hubiese sido muy mala. Traduzco la Biblia con el mismo espíritu con el que traduzco un texto de economía. Traducir es una cuestión de hábito. Yo pienso solo en el trabajo, no en sus implicaciones. Y además me divierte. Gabo no se metió mucho. Yo más bien consultaba a un médico colombiano amigo que vivía en Long Island para entender algunas palabras”.

Usted también tradujo El otoño del patriarca, con el que ganó el prestigioso premio PEN a la traducción.

“Ese libro tiene esa prosa, digamos, sin respiración, sin puntos. El New Yorker iba a publicar un anticipo y querían ponerle puntos y párrafos para hacerle el trabajo fácil al lector. Gabo y la editorial lo aceptaron. Luego vinieron con otro problema: la palabra ‘mierda’. El New Yorker no publicaba palabras sucias y pedían cambiarla por un sinónimo. Eran bastante puritanos. Para mí eso era ir demasiado lejos. Porque ‘mierda’ es una de las palabras predilectas de Gabo. Aparte no puedes cambiar ‘mierda’ por ‘excremento’ sin perder algo en el camino”.

¿Y qué pasó?

“Nos negamos. Supe que hubo una gran reunión editorial en el New Yorker con todos los responsables de la revista y los abogados, todos reunidos alrededor de una palabra: ‘mierda’. Y finalmente optaron por publicarla. Yo creo que este triunfo tuvo más honor para Gabo que el Premio Nobel. Él quebró ‘la barrera de la mierda’ en el New Yorker”.

Si Gabo no se metía en sus traducciones, ¿Vargas Llosa sí? Usted tradujo La casa verde y Conversación en la catedral.

“Creo que Gabo había leído Rayuela en inglés para ver mi trabajo. Él sabe más inglés del que dice que sabe. Distinto a Vargas Llosa, que no habla inglés tan bien como cree. La personalidad de Mario es así. Su inglés es el que aprendió de libros, un inglés jesuítico, cicerónico, correcto, exacto. Es decir, impropio para la traducción. Siguiendo sus consejos no hubiera quedado muy bien. Él es un poco austero, por eso quería ser presidente. Él se siente presidente. Y yo tengo una teoría de sobre por qué perdió. Era la venganza de Fuji. En La casa verde hay un personaje, el malevo, se llama Fuji; es un japonés brasileño… y al final, le terminó ganando otro japonés latino: Fujimori”.

Rabassa se define como un brasileño por adopción. En los años 60 le dieron una beca para realizar estudios sobre literatura brasileña. A lo largo de los años tradujo a Jorge Amado, Clarice Lispector, Vinícius de Moraes, Lobo Antunes y Machado de Assis. Fue el único país de Latinoamérica en el que vivió y del que nunca se fue, dice, aun cuando se iba.

“Cuando llegué a Brasil la primera impresión fue: ‘Esto es una Cuba inmensa’”.

¿A Jorge Amado lo conoció en ese viaje?

“No, lo conocí tiempo después. Primero tuvimos larga correspondencia. Recuerdo que luego de las primeras traducciones me escribió para decirme que había puesto una vela en mi nombre para Iemanjá, la diosa del mar en la religión del candomblé. ¡Mira qué honor! Es de las cosas más bonitas que me han pasado por este oficio. Luego lo conocí en Nueva York, por sus últimas novelas que traduje. Era un hombre bastante abierto y festivo, y le gustaba la vida y los excesos, pero era también modesto. En sus novelas hay mucha actividad, pero él era un hombre pacífico que dejó estas cosas para sus novelas. Hay mucho más en Jorge Amado de lo que la gente espera. Hay cierta hondura, profundidad. La intelectualidad brasileña lo minimiza, pero hay mucho más en su literatura de lo que ellos ven”.

En su autobiografía usted asume que la traducción es imposible. ¿Cómo es dedicarle la vida a hacer algo que se asume imposible de hacer?

“Eso es muy natural. La vida como la imaginamos también es imposible; porque es mortal. Ahora estamos aquí, hablando y no podemos creer que vayamos a morir. Intelectualmente sí, pero no se siente. Y así es la traducción. Pensamos que se puede pasar de una lengua a otra lengua, pero, en efecto, no se puede. La ilusión es suponer que las lenguas son iguales”.

¿Entonces el traductor es un coyote, un traficante de mitos?

“Quizá. Porque el mito es la palabra. El mito es el nombre, como los dioses Apolo, Zeus. Si a Apolo lo llamo Charly, el mito ya no existe”.

¿Se puede hablar de una literatura latinoamericana?

“Rodó, el poeta peruano, tenía un poema sobre Latinoamérica:

Aquí tenemos a Mongo,

De pura raza latina,

Su madre nació en el Congo

Y su padre en la China.

La única cosa que tal vez puede conformar una literatura latinoamericana es que la gente se lee entre países. Es la unidad de la lengua y no mucho más; pero ni siquiera, porque en Brasil se habla portugués”.

Entonces llega su mujer y nos recuerda a todos que su esposo tiene una cita médica y debe ir preparándose para salir. Rabassa dice que esperemos para bajar juntos. Se pone una chaqueta de sus tiempos de militar y toma una boina bordó del Regimiento de Paracaidistas que intercambió en Italia con un soldado inglés. Camina lento, casi agazapado; cruza Lexington Avenue sin mirar atrás… como el guía de un pelotón, como un coyote.

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