Panamá, rosa de vida
Por Juan Abelardo Carles
Fotos : Carlos Gómez, Javier Pinzón
Pocas veces en la historia natural de nuestro planeta le ha tocado un rol tan importante a un trozo de tierra tan pequeño como el que le cupo a Panamá. Un acto que comenzó hace cerca de quince millones de años y terminó hace unos tres, durante el cual un delgado cordón de tierra fue surgiendo entre Norte y Suramérica hasta unirlas, propiciando un canal por el que pasaron innumerables especies de flora y fauna en ambas direcciones. La consecuencia actual de tamaño portento geológico lo vemos hoy, cuando Panamá presume de más biodiversidad que toda Norteamérica, por ejemplo. Panorama de las Américas lo invita a recorrer algunas de las vitrinas de dicha riqueza, repartidas a lo largo de todo el istmo.
Al centro, un corazón de savia y agua
La riqueza natural de Panamá explota frente a los ojos, literalmente, antes de aterrizar en su capital. Ningún viajero quedará indiferente frente a la colcha de verdor que, desde el aire, parece arropar a Ciudad de Panamá por el norte. Son medio millón de hectáreas de bosque tropical lluvioso, capaz de descargar cada año unos 4.400 millones de m3 de agua en tres lagos: Alajuela, Gatún y Miraflores.
Un conglomerado de parques nacionales preserva esta riqueza natural. El más emblemático y grande de ellos es el Parque Nacional Chagres (129.000 hectáreas), seguido del Parque Nacional Soberanía, más pequeño (20.000 hectáreas), que limita con la ciudad capital. Un manto verde moteado de morados robles (“Tabebuia rosea”) y amarillos guayacanes (“Tabebuia guayacan”) que, al florear, anuncian a los capitalinos la llegada de las lluvias.
Sobre este dosel verde es posible ver trescientas especies de aves en menos de 24 horas. Entre sus ramas, se balancean legiones de monos, como el araña colorado (“Ateles geoffroyi grisescens”), que son observados de cerca por el águila arpía (“Harpia harpyja”) y el jaguar (“Panthera onca”), sus implacables predadores. Abajo, un desfile de ñeques (“Dasyprocta punctata”), iguanas (“Iguana iguana”), ardillas de cola roja (“Sciurus granatensis”) y monos titíes (“Saguinus geoffroyi”) puede cruzarse en el camino.
Al sur, un arco de vida
El señorío verde no es ininterrumpido ni uniforme sobre Panamá. Entre diciembre y abril, cambios estacionales disminuyen las lluvias, sobre todo en las tierras al suroeste del Golfo de Panamá, generando ecosistemas únicos en el país. Se le llama “Arco Seco”, pues desde el espacio semeja un enorme e irregular abanico que se abre entre las provincias de Coclé y Los Santos.
Bosques tropicales montanos, como Cerro Hoya, La Tronosa, Cerro Canajagua y El Cope, más frescos y húmedos, dotan de un penacho verde al abanico, en el que prosperan árboles gigantes como caobas (“Swietenia macrophylla”), espavés (“Anacardium excelsum”), robles (“Tabebuia rosea”) y ceibas (“Ceiba pentandra”), y se ocultan animales como el macho de monte (“Tapirus bairdii”), el venado cola blanca (“Odocoileus virginianus”), el jaguar (“Phantera onca”), el puma (“Puma concolor”) y el saíno (“Tayassu tajacu”).
Más abajo, van apareciendo rastrojos y suaves pasturas que van a morir a las aguas someras del Golfo. Acá, los gigantes arbóreos son el corotú (“Enterolobium cyclocarpum”), rey de la sabana; las acacias rojas (“Delonix regia”) y los guayacanes (“Tabebuia guayacan”). Integrantes de una fauna más discreta, como la iguana verde (“Iguana iguana”) y el armadillo (“Dasypus novemcinctus”) sacuden el herbazal, mientras el aire se llena con el escándalo de pericos barbinaranja (“Brotogeris jugularis”), loros frentirrojos (“Amazona autumnalis”) y loros de cabeza amarilla (“Amazona ochrocephala”).
Al oeste, un portal de nubes
Más allá de los cerros que flanquean el Arco Seco, hay otras elevaciones que se van superando en altura a medida que nos acercamos a la frontera con Costa Rica. Son las Tierras Altas, veladas casi siempre por las nubes. Un eterno ciclo de evaporación, enfriamiento, condensación y precipitación de aguas es el responsable de este halo misterioso.
Envueltos en estas nubes reposan colosos rocosos, como los cerros Picacho (2.986 m), Echandí (3.162 m), Fábrega (3.335 m), Itamut (3.727 m) y el imponente y dormido volcán Barú (3.487 m), con faldas en las que prosperan árboles como el mamecillo (“Quercus copeyensis”), el baco (“Magnolia sororum”), la sigua (“Ocotea cernua”) y el aguacatón (“Ocotea insularis”). También medran mamíferos como el tapir (“Tapirus bairdii”), el venado cola blanca (“Odocoileus virginianus”), el puma (“Puma concolor”) y el jaguar (“Panthera onca”), además de aves como pavas (“Crax rubra”), loros (“Amazona ochrocephala”) y colibríes (“Anthracothorax nigricollis”), regidos por la espectacular águila arpía (“Harpia harpyja”), por no hablar del elusivo quetzal (“Pharomachrus mocinno”), que encuentra aquí su refugio más meridional.
Al este, el baptisterio de la nación
Las primeras tierras de este istmo vistas por los europeos fueron las de las costas de la actual Guna Yala. Eran tierras de vegetación abigarrada, que despedía un vaho oloroso a savia, fruta y almizcle. Cuenta alguna tradición que, al preguntar a los habitantes cómo se llamaba aquel lugar, estos respondieron con un galimatías inentendible del que solo destacaba, por repetida, una palabra: “Bannabá”.
Era un mundo de colores, aromas, sabores y sonidos, lleno de seres vivos afincados al suelo, flotando en el aire o el agua o deambulando entre los árboles. Los exploradores concluyeron que habían llegado a un país de abundancia y por siempre quedaron unidos palabra y concepto. Hoy, ese mundo abundante se encuentra en Darién. La zona es refugio para animales como el jaguar (“Panthera onca”), el puma (“Puma concolor”), el águila arpía (“Harpia harpyja”), el mono araña negro (“Ateles fusciceps rufiventris”), el mono aullador (“Alouatta palliata aequatorialis”), el arador darienita (“Orthogeomys dariensis”) y la zarigüeya (“Marmosops invictus”).
Quizá sea el Darién el mejor ejemplo del destino y futuro de Bannabá (ahora Panamá): servir para el intercambio de vida, en la forma de miles de especies animales y vegetales forzadas por la naturaleza a concentrarse aquí para transitar entre Norte y Suramérica. Una especie de meca de la naturaleza, a la que los seres vivientes peregrinan invitados a un foro eterno de vida que se celebra en Darién desde que el istmo de Panamá surgió del mar.