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SuraméricaBrasilOlinda: la hermana hechizada de Recife

Olinda: la hermana hechizada de Recife

Por Juan Abelardo Carles
Fotos: Luis Eduardo Guillén

 

Debo confesarles que me sentí claramente sobre una frontera. Habíamos salido desde nuestro hotel, en la Avenida Boa Viagem, avanzando entre el tráfico y bullicio típicos de una gran ciudad; en este caso, Recife, en el nordeste brasileño. Pero de pronto, al bajarnos de nuestra buseta, me encontré en medio de la perezosa tranquilidad de un pueblo. En la Praça do Carmo, solo se alcanzaba a escuchar el lejano voceo de un locutor radial y la cháchara risueña de un grupo de estudiantes que salían de una escuela cercana. Quizás el cercano cerro sobre el que se asentaba la Igreja do Carmo amortiguaba el ruido, convirtiendo este espacio en una especie de antesala para sosegarnos, como corresponde a cualquiera que se disponga a visitar Olinda, la ensoñada y hechizada ciudad hermana de Recife.

No siempre fue así. Olinda estaba destinada a administrar la riquísima colonia portuguesa de Pernambuco. Aunque no se sabe la fecha exacta de su fundación, tuvo que ser a partir de 1535, ya que en 1537 el poblado ya contaba con título de villa. De hecho, la iglesia que nos da la bienvenida fue levantada en 1581 por la orden de padres carmelitas y se precia de ser la más antigua de la ciudad. Esta plaza se halla en una hondonada entre la loma del templo y una elevación más prominente, erizada con cientos de tejados, fachadas de mil colores y campanarios aderezados con el primor de un repostero. Es lo que se llama la Cidade Alta (Ciudad Alta), un cerro coronado por un denso y bello bosque al que se le llama Horto D’el Rey (Huerto del Rey).

Semejante conjunto es un regalo a la vista: una coral de colores. Pero comencemos con la primera voz del ensamble: frente a una casa roja como un tomate, matizada con revoques blancos, cuelgan paraguas abiertos de los balcones. La casa contigua, de un verde esmeralda, los exhibe recostados en su portal. De distinto tamaño y color, el paraguas es denominado frevo y se usa como principal elemento de utilería en un baile tradicional del mismo nombre, que se ha vuelto patrimonio de la ciudad, de Pernambuco y de todo Brasil. Aunque el frevo se baile a lo largo de todo el año, es durante la celebración del Carnaval cuando realmente se toma las calles de Olinda, de Recife y del nordeste brasileño entero.

Supongo que, aparte de ser un símbolo de Olinda, el hecho de que recorramos la ciudad poco después de las fiestas de Baco y Momo explica que haya tantos frevos expuestos. En todo caso, las calles que subimos están muy calmadas. Nadie se imaginaría los estropicios que sus abigarradas fachadas de colores han contemplado en su centenaria existencia. Por estas mismas calles empedradas subieron a sangre y fuego las tropas holandesas al mando de Mauricio de Nassau cuando, en 1630, arrebataron la colonia a los portugueses y expulsaron a gran parte de ellos durante unos veinte años. En 1631 los holandeses desguazaron casas, templos y edificios públicos de Olinda de cualquier material noble de construcción, prendiéndole fuego y mudando la capitalidad de Pernambuco al cercano y entonces párvulo puerto de Recife.

Así, Olinda yació sobre sus huesos, abrumada por la vegetación agreste y agresiva del matorral nordestino hasta que los portugueses recuperaron la colonia, en 1654, y comenzaron el lento proceso de reconstruirla. Aun así, el sino de la antigua capital colonial quedó perjudicado por su advenediza vecina, Recife, que siguió creciendo en virtud de su mejor puerto y, finalmente, eclipsó a su antecesora, acaparando la primacía comercial y administrativa. Así pues, a la primada de Pernambuco le tocó vivir de los recuerdos, sumiéndose en el ensueño de ciudad provincial y refugio estival, a la sombra de la ambiciosa Recife, que se banqueteaba con las regalías del comercio azucarero.

La excepción fueron los templos, monasterios y conventos, reconstruidos con entusiasta diligencia por las órdenes religiosas. Uno de los ejemplos más importantes, de entre tantos que hay, es la Igreja de São Salvador do Mundo, mejor conocida como Igreja da Sé. Ubicado en un alto desde el que es posible contemplar toda la ciudad, la primera versión del templo fue levantada por el fundador de Olinda, Duarte Coelho, en taipa (bahareque, quincha, o como se conozca en su país a las estructuras de caña o palo recubiertas con una mezcla de barro, paja y, en algunos sitios, excremento de vaca). Con el paso de los años, la iglesia fue sucesivamente ampliada y embellecida. Durante la ocupación holandesa los calvinistas la utilizaron para sus cultos y, en 1676 fue consagrada como catedral, cuando Olinda pasó de ser villa a ciudad. Acostumbrado a la fastuosa y abigarrada decoración de otros templos coloniales latinoamericanos, no deja de asombrarme la sobriedad de los interiores de Sé: quizás algo de la austeridad calvinista aún persista aquí.

Muy cerca también está la antigua Casa de Agua. Construida en 1934, pareciera desafiar a las construcciones circundantes con la rectitud meridiana de sus líneas modernas. Restaurada en 2011, tiene espacios cerrados para exposiciones y eventos culturales, un elevador y terrazas panorámicas desde las que se aprecia una vista de Olinda y de Recife, hermanadas ahora dentro de la misma mancha urbana. De hecho, todo el Alto da Sé fue restaurado en 2004, para celebrar los 350 años del retorno de los portugueses al poder en Pernambuco. En la zona hay varios puestos artesanales ideales para disfrutar, curiosear y comprar. Quizás un dúo de trovadores se le acerque y, por algunos reales, improvise coplas para ustedes, como nos sucedió a nosotros.

Sin embargo, si quiere delirar viendo artesanías, debe ir al Mercado Eufrásio Barbosa, donde se pueden conseguir las mejores creaciones de los artesanos pernambucanos en madera, tela, cuero y demás materiales, aparte de que su visita puede coincidir con algún espectáculo folclórico o exposición, ya que el sitio tiene espacios adicionales para acoger dichos eventos. Otro lugar con excelentes artesanías es el Mercado da Ribeira, donde, además de disfrutar del colorido de las manufacturas pernambucanas, admiramos una exposición de bonecos, muñecotes muy altos, accionados por una persona, que se exhiben en Carnaval, sobresaliendo siempre de entre el gentío. Y a propósito de carnavales, es la única temporada del año en que Olinda sacrifica su idílico estado de paz y quietud. Durante varias semanas, las calles de la ciudad se llenan de festejantes, alcanzando su máxima expresión en el cruce Quatro Cantos, cuyas estrechas calles parecen no dar abasto a los millares de personas que las recorren y ocupan.

Cuando el sol del mediodía ya está sobre nosotros, nuestro guía nos ofrece una restauradora sorpresa: Beijupira, restaurante escondido en medio de un exuberante jardín tropical, que nos alivia del resplandor y el calor, al tiempo que disfrutamos algunas de las delicias de la comida nordestina brasileña. Olinda tiene una gran oferta culinaria, que incluye restaurantes sofisticados, como Beijupira, y pequeñas fondas familiares. Luego, al bajar desde el Alto da Sé, notamos que en las puertas de muchos hogares hay ventas de artesanías.

Tras haber reposado el copioso almuerzo al son de una conversación en portuñol (mezcla de portugués y español) acompañada por un excelente café brasileño, retomamos el recorrido para lo que nos falta de la tarde. Nuestros pasos nos llevan a la Igreja de Nossa Senhora das Neves, levantada por los franciscanos en 1585. A pesar de los votos de pobreza de dicha orden, este monasterio llegó a contarse entre los más ricos del Brasil. Además de la iglesia propiamente dicha, existen también la capilla de San Roque y la de Santa Ana, esta última revestida con 16 paneles de azulejos portugueses que retratan la vida y muerte de San Francisco. La contemplación de los azulejos nos refresca, pues hemos llegado aquí a plena tarde, cuando nadie se asoma a los portales de Olinda y los únicos seres vivos interesados en hacer algo a la luz del sol son los grillos, que cantan sin cesar.

Entramos a un pequeño café cercano a Quatro Cantos para relajarnos. La antesala de la noche, cuando las sombras se hacen largas y las luces despiertan tenues, la bajamos al gusto de unas caipirinhas de mandarina, en una terraza, arrullados por un guitarrista que desgrana clásicos de bossa nova como solo un brasileño sabe hacerlo. Es hora de irnos, pues Olinda no tiene ni quiere ofrecer el desenfreno que la vida nocturna demanda. Tales corcoveos se los deja a su hermana menor, Recife. La capital primada de Pernambuco supo convertir su despojo en honra, creciendo en historia, cultura y tradición, para beneficio de sus hijos, de todos los brasileños y placer del mundo entero.

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El recorrido fue posible gracias al apoyo de la Secretaría de Turismo del Estado de Pernambuco. www.setur.pe.gov.br

Más información sobre Olinda disponible en www.olinda.pe.gov.br

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