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Manizales por lo alto

Textos y fotos por Julia Henríquez

Arribamos a Manizales despuntando el alba y los primeros rayos de sol nos guían por sinuosos caminos. Desde tan temprano descubrimos el porqué de la fama de su geografía. Por fin, después de muchas subidas y bajadas, Carolina Rincón, dueña y anfitriona de nuestro hostal, nos recibe con las puertas abiertas y un “tintico” caliente (café). La capital caldense nos da así la bienvenida. Estiramos las piernas y subimos por la primera de muchas pendientes. Llegamos a la carrera 22, la única avenida plana, trazada sobre el espinazo de la cordillera, y atravesamos la ciudad.

Nuestro primer encuentro es con un hombre sentado en una silla colgante… sí, tras parpadear, compruebo que no es mi imaginación: sobre la avenida se alza un monumento en honor al cable aéreo, inaugurado en 1912 por la empresa inglesa The Dorada Railway. La obra de ingeniería más grande que se había visto en Colombia hasta la fecha unía ahora a Mariquita con Manizales, haciendo posible la difícil tarea de sacar los granos de café desde estas altas montañas de geografía caprichosa hasta el río Magdalena.

Toda moneda tiene dos caras, y mientras admiro la imaginación de esta gente para poner su producto en el mercado, también me entero de que el cable se apagaba a la hora del cierre, y si algún campesino venía volando con sus bolsas de café debía esperar allá sentado hasta el día siguiente, así que no era raro que alguna vez un cuerpo congelado cayera en medio de la noche. Por aquella época el campesino trabajador del café era apenas un eslabón en la cadena, pero muy pronto la economía cafetera, fundamental para el desarrollo de Colombia durante el siglo XX, cambió para bien su destino. Unos pasos más adelante hay una estructura de madera llamada la Torre del Cable, que en 1984, al ser desmantelado este medio de transporte, fue trasladada de Hervero a Manizales para conservarla como un monumento.

Caminando por la carrera 22, no hay que dejar de mirar los grandes precipicios que caen a lado y lado de la vía, las “montañas” de casas y los miradores, en donde es posible disfrutar un jugo de naranja recién exprimido mientras se observa, hacia abajo, todo el conjunto. Tampoco se debe pasar por alto el Museo de Arqueología, la diversa arquitectura y los cafecitos y barcitos para pasar un rato agradable.

La llegada al centro de la ciudad la marca la imponente vista de la Catedral Basílica Metropolitana de Nuestra Señora del Rosario, que vigila la Plaza de Bolívar. No son solo los grandes vitrales que se alzan en su interior, su historia azarosa de innumerables incendios que han insistido en derrumbarla ni sus fenomenales torres de estilo gótico; la Catedral también es un destino turístico debido el famoso Corredor Polaco, que atrae a nacionales y extranjeros que se animan a subir al punto más alto de la ciudad.

Al llegar a la puerta de la Catedral pagamos un tiquete de 7.000 pesos (unos cuatro dólares) sin saber muy bien a qué nos enfrentamos. El guía nos muestra un ascensor que sube tras el enorme vitral que decora el frente de la Catedral. Mientras subimos, el guía nos habla de los incendios y de las muchas modificaciones que ha tenido la iglesia a lo largo de los años. Luego nos señala una pequeña puerta que da al exterior y nos informa que nos esperan más de cuatrocientos escalones. Volvemos a estirar las piernas y tratamos de entender el amor de los manizalitas por las alturas. El corredor incluye un vertiginoso pasillo exterior por el techo de la Catedral, unas escaleras empinadas y angostas y luego otras internas en espiral. Al final hay un balcón en medio de las torres, donde disfrutamos una vista panorámica de 360 grados con las rodillas temblando. Este es un lugar para disfrutar del viento y del paisaje y, al mirar hacia abajo, darte el crédito por la increíble hazaña de haber trepado hasta aquí.

 

De regreso a tierra firme salimos a la Plaza de Bolívar e inmediatamente hallamos otro elemento característico de la ciudad: el Bolívar Cóndor, escultura de bronce que pesa 25 toneladas y se sostiene sobre el pie izquierdo, metáfora de la heroica gesta del Libertador y también de la atormentada historia de su creador, el artista Rodrigo Arenas Betancourt, quien logró superar la traumática experiencia del secuestro.

Allí estamos, pequeños, junto a este gigante hombre-ave que intenta alzar vuelo, aceptando su invitación a reflexionar. Sus piernas, sus alas, su ceguera sugieren cómo el Libertador y el ave que vuela sobre los Andes se funden por nuestra libertad y ansias de vuelo, mientras el presente nos detiene. Cuentan en Manizales que después de su secuestro, el maestro Arenas violentó la obra, ya en proceso, cegando al hombre y rompiendo las alas del ave para señalar a la justicia que se pasea por el frente, sin tocarlo, sin tocarnos, en una demanda clara de su situación y la del país entero.

Ya en el barrio Chipre nos relajamos un poco y nos endulzamos con una deliciosa oblea (golosina típica colombiana semejante a una gran galleta muy delgada) rellena de queso, arequipe (dulce de leche), mermelada, salsa de fresa y chispitas de colores. Luego nos dirigimos hacia la Torre al Cielo, antiguo tanque de suministro de agua, atracción turística que permite ver a Manizales, una vez más, desde las alturas.

La Torre de 38 metros ofrece varios atractivos como parte de un parque temático: un péndulo donde uno se puede balancear sobre el precipicio; la torre en sí misma a donde puedes subir por escaleras o ascensor, y disfrutar de la vista desde adentro, y el Skywalk, una plataforma exterior que da vuelta al tanque y permite hacer una caminata no apta para cardiacos. Elegimos esta última, así que esperamos en fila mientras escuchamos los gritos de quienes ya caminan casi en el aire. Y nos sorprende el atardecer en el sitio justo y el momento adecuado: desde la Torre observamos cómo el sol naranja profundo decora las montañas y la ciudad, mientras las nubes y el viento crean un instante perfecto. Pero el atardecer pasa y, al llegar nuestro turno, salimos bajo las estrellas amarrados a un arnés en una especie de éxtasis que mezcla la adrenalina con la paz de la noche. ¿Qué tan seguido se puede caminar sobre el vacío, disfrutando del aire de la noche y viendo cómo las personas pasean bajo nuestros pies sin que nada nos aparte del abismo?

Al día siguiente optamos por pasar una jornada un poco más verde y tranquila, así que vamos al Recinto del Pensamiento, un parque para la relajación y el disfrute de la naturaleza. Hace trece años el lugar era un colegio para los hijos de las recolectoras de café, pero ahora la Asociación Nacional de Cafeteros donó sus 190 hectáreas como reserva y pulmón para esta ciudad cafetera.

Llegamos en la mañana con tiempo suficiente para hacer el recorrido completo a pie, aunque existe la opción de abordar unas telesillas que suben hasta el mirador de aves. Iniciamos el ascenso no muy empinado por un bosque húmedo de niebla que nos lleva a la zona de colibríes. Allí disfrutamos de un descanso con una deliciosa taza de “tinto” mientras decenas de colibríes diferentes revolotean a nuestro alrededor. Al continuar el camino encontramos unos venados enjaulados. Mi instinto protector me lleva a exigir alarmada una explicación. Pero vuelvo a respirar cuando el guía explica que este lugar también sirve de refugio para animalitos silvestres rescatados de cautiverios injustos, mientras encuentran su camino de vuelta a la naturaleza salvaje.

En medio del maravilloso verde que nos rodea, de repente comienzan a surgir los colores: entramos al bosque de orquídeas y el guía explica de dónde son las distintas especies y variedades. Sin embargo, antes de darnos cuenta, ya el bosque ha desaparecido; no hay árboles gigantes y la humedad de la niebla se esfuma.

Si algo tiene el Recinto del Pensamiento es la magia de llevarlo a uno de un paisaje a otro en tan poco tiempo, que cabeza y ojos se demoran en acostumbrarse. Ahora nuestro entorno parece diminuto y somos como gigantes caminando en medio de árboles de medio metro de altura. La Senda de Oriente, con su colección de bonsáis, se extiende a nuestros pies como si estuviésemos en un cuento de hadas.

Pero eso no es todo. Los ochenta árboles sakuras, donados por el gobierno japonés, decoran la Zona Zen del Recinto del Pensamiento. Y es aquí, sentados en medio de un yin yan con representaciones a escala de los nevados, mientras el sonido del agua de un pequeño molino nos aleja de la rutina y las complicaciones de la vida, cuando finalmente comprendemos el nombre del parque. Meditamos sentados sobre la arena y dedicamos unos cuantos suspiros a la importancia de estos lugares verdes.

El recorrido termina en una obra arquitectónica de Simón Vélez Jaramillo: el Pabellón de Madera, que con su forma de shiitake (especie de hongo) busca, como dice la leyenda japonesa, un lugar puro. El pabellón está hecho de guadua, la madera colombiana por excelencia, lo cual le da un toque natural a las recepciones y reuniones que allí se celebran.

Salir es como romper una burbuja: el ruido de las fábricas de Juanchito, zona industrial de Manizales, vuelve a invadir nuestra cabeza. Uno puede intentar olvidar en donde está, pero la realidad siempre nos encuentra. Un poco antes de que el paseo llegue a su fin, tomamos un medio de transporte que, aunque es común en la ciudad, para nosotros resulta ser un atractivo turístico: el telecable. Manizales, que nos recibió con las puertas abiertas, una sonrisa y un tintico caliente, ahora nos despide con un show de luces sobre las casas que se asientan en la falda de la montaña mientras, por última vez, vemos la ciudad desde las alturas.

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