La metamorfosis de la Cinemateca
Por: Iván Beltrán Castillo
Fotos: Lisa Palomino
La vieja película
Se recuerda la génesis de este lugar con una mezcla de reverencia y memoria, de nostalgia proustiana y arrebato estético, y, para decirlo con Gertrude Stein, nos parece que aquello fue en un tiempo en el que todos teníamos diez años. Fue en 1971, distante pero cuyo murmullo nos sigue alcanzando, cuando Misael Pastrana Borrero era presidente de Colombia y Richard Nixon hacía toda clase de peripecias y necedades en los Estados Unidos para conservar el poder, los Rolling Stones eran aún unos jovencitos iconoclastas, el LSD ganaba adeptos como la droga de moda, la guerra de Vietnam horrorizaba al mundo, la flaca Twiggy era la artista mejor pagada de los escenarios, los hombres se dejaban crecer el pelo y la barba para desprestigiar a la sociedad de consumo, los jóvenes comunistas leían el Libro rojo de Mao y El manifiesto de Marx y Engels, los poetas descubrían a Rimbaud y los actores, a Brecht y Artaud;
las mujeres oscilaban entre la impudicia de la minifalda y la fealdad conventual de la maxi; Catherine Deneuve, sobre todo en las cintas de Luis Buñuel, era la mujer más admirada y bella; en los cenáculos sociales se debatía sobre la píldora para planificar y el Vaticano se ruborizaba, y los aficionados al fútbol deliraban por el onceno de Brasil que, el año anterior en México, se alzara con su tercer campeonato planetario encabezado por Pelé. Otro mundo, otra Colombia.
Bogotá, aunque ya hipertrófica y desaforada, con calles que parecían ir hacia el fin del mundo, avenidas antes estrechas y humildes que se ensanchaban hasta lo inverosímil y edificios arrogantes que parecían besar el cielo, conservaba un hálito de parroquia, de pequeña urbe sin demasiado cosmopolitismo ni mucho infierno.
En el centro de la urbe subsistían tercamente los antiguos cafés de los poetas y los periodistas; el monumento a La Rebeca, en el que los niños desposeídos se bañaban desnudos; las calles de los hippies y los nadaístas, la carrera séptima coronada en la Jiménez por el icónico edificio del diario matutino El Tiempo y gran teatro de la protesta ideológica o sindical y la presencia estelar de los teatros clásicos —Metro, Teusaquillo, El Cid o Mogador—, que anunciaban sin pausa los frutos de Hollywood en bellos cartelones.
El 11 de abril de aquel 1971, comandada por la gestora cultural Isadora de Norden, con la complicidad alerta de su esposo, el cineasta Francisco Norden, y del recordado ensayista e intelectual Hernando Valencia Goelkel, abrió sus puertas la Cinemateca Distrital, discreta y sin aspavientos, pero presta a convertirse en la más prodigiosa dadora de belleza fílmica. Estaba ubicada en la pequeña sala Oriol Rangel, del Planetario Distrital, donde, para solaz de los más imaginativos y sensibles, empezaron a presentarse las más exquisitas piezas del celuloide: los neorrealistas italianos y la Nueva Ola Francesa, Fellini y Visconti, el Cinema Novo brasileño y Eisenstein, el Nuevo Cine Alemán y el verismo latinoamericano… Después habría de ocupar el foyer del Teatro Jorge Eliécer Gaitán, luego de que este fuese intervenido por el arquitecto Jaques Mosseri.
“Fue una universidad, ni más ni menos”, dice ahora Aldemar González, asiduo asistente a las funciones de la Cinemateca desde hace ya más de veinte años, quien llegó allí por recomendación de su padre, un pensionado del seguro social que aprendió a deshacerse del monstruo de la rutina y la repetición con filmes hermosos. “Uno llega por una inquietud, una suerte de mordicación interior, quizás hasta de zozobra. Y pronto se percata de que existe un mundo de belleza, de imágenes sublimes, de momentos fulgurantes que si no existieran sitios así, nos estarían vedados”. Aldemar ha seguido el periplo de la Cinemateca y por eso no le resulta extraño que ahora esta se transforme en el más portentoso de los escenarios para la alta cultura y la imaginación fecunda.
La nueva película
Dos mujeres lideran con ímpetu esta nueva etapa: Juliana Restrepo, directora del Instituto Distrital de las Artes (IDARTES), y Paula Villegas, gerente de Artes Audiovisuales de la Cinemateca. Ambas han sido felices en la oscuridad de los teatros, han soñado otras vidas inmersas en la prestidigitación onírica del séptimo arte y han dedicado sus calendarios a fomentar esta simiente en los capitalinos, en especial los más jóvenes. Ellas están de acuerdo en que la hora de esta metamorfosis había llegado. Saben que la muy dulce y mítica etapa romántica de la pequeña sala fue la que incubó la gran recién inaugurada.
“El mundo ha cambiado por completo y el arte se encuentra íntimamente ligado a sus pulsaciones”, afirma Juliana Restrepo, quien agrega: “La etapa clásica de la Cinemateca fue algo así como una siembra, que ahora debe ser recogida. No sería una exageración afirmar que ella ejerció un magisterio sobre las cuatro o cinco generaciones que tuvieron el privilegio de paladear esas generosas viandas. El ciudadano cambió, se hizo lúcido, se hizo luminoso, se volvió un Homo ludens hambriento de consumir arte, pero también de producirlo. Entonces, respondiéndole a semejante sed fecunda, emprendimos esta aventura, que es arte y comunión social, arquitectura y filosofía, experiencia intimista de cada visitante, ciudadano, cinéfilo, pero también pálpito y quehacer colectivo. Trasladar la Cinemateca a un escenario más amplio, sugerente y propicio fue el sueño dorado de quienes participamos en sus actividades”.
“Desde el principio”, anota Paula Villegas, “la Cinemateca desbordó la relación convencional con sus asistentes. Lo demuestran las muchas publicaciones a las que ella dio pie, encabezadas por la muy ilustre revista que lleva su nombre y siguiendo por la infinita cantidad de ciclos, cursos, talleres, seminarios, charlas magistrales, inauguraciones y actividades pedagógicas y lúdicas que la tuvieron por escenario. Este templo del buen cine logró la extinción del espectador común y el feliz nacimiento del espectador alerta, tan artista, tan sensible y tan deseoso de encarnar sueños y ser ‘máquina de sueños’ como los cineastas, guionistas, compositores e iluminadores de sus cintas amadas. Entonces, en una temporada, que por su carga de vigilia y trabajo pareció sonámbula, se fueron tejiendo los hilos de lo que alguna vez pareció remoto e inaccesible”.
En la carrera tercera, entre las calles 19 y 20, próxima al Centro Colombo-Americano y a las antiguas torres blancas, un día empezó la epopeya urbana de echar arriba la nueva Cinemateca. Entre otras cosas, los vecinos del lugar se han visto notoriamente favorecidos, pues en algún tiempo esta zona fue insegura e imprevisible; pero, sin que se hubiesen abierto sus puertas, ya la situación cambió y el sector se inyectó de vida, hermosas rutinas y una inesperada atmósfera de comunión y seguridad.
“Como un gran laboratorio, pletórico de luces benévolas y llamados sugerentes, la nueva Cinemateca abandona su condición de pequeño gran escenario”, postula Juliana Restrepo, “para ofrecer una vivencia múltiple, donde cualquier espíritu inquieto, sin necesidad de que sea el de un artista o intelectual consumado, va a encontrar las claves de su incipiente creatividad. Tres niveles se ofrecerán a los pasos del visitante. En el superior habrá tres salas de cine, la mayor de las cuales podrá acoger a 272 espectadores. Será la gran sala para los estrenos más sonados y las cintas con mayor capacidad de convocación. Pero también habrá otras dos, con una capacidad de setenta y cinco cada una, donde se privilegiará al cine colombiano, que siempre encontró refugio en la Cinemateca. También abre sus puertas la Sala E, donde se podrá encontrar el cotarro de los creadores de diversas áreas y disciplinas artísticas, no solo cinematográficas. También se abrirán dos salas múltiples, una mediateca, un salón especializado en nuevos lenguajes y una sala pensada para estimular la creatividad de los jóvenes y los niños… Es como una gran ballena de luz que abrigará en su interior a miles de futuros creadores”.
Estas dos mujeres, que recogen la bandera de varias generaciones, serán las emisarias de los nuevos tiempos. Ambas saben, con algún poeta, que “lo primero para soñar es tener los ojos abiertos”.