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Destino MedellínMedellín en la Comuna 13: La escalera de los nuevos tiempos

Medellín en la Comuna 13: La escalera de los nuevos tiempos

Por: Iván Beltrán Castillo
Fotos: Lisa Palomino

Hasta hace poco, dos ancianas del barrio Independencias I, de Medellín, ubicado en la escarpada Comuna 13, San Javier, juraban que morirían sin volver a ver de cerca la hermosa ciudad en la que discurrieron sus amores, aventuras y vidas laborales. Impedidas para movilizarse fácilmente, ni el esfuerzo de toda su parentela ni la inventiva paisa habrían logrado que descendieran los 350 escalones de piedra que dividen al sector de la primera estación de tren de la ciudad.

Carlos Mario, un músico que toca la guitarra, el tiple y el bandoneón en fiestas populares, parecía un personaje de una película cómica, porque para adelantar sus shows debía bajar los innumerables escalones con sus tres instrumentos a cuestas. A veces pagaba a los niños para que le colaboraran, pero cuando no obtenía ayuda el descenso era alternativamente dramático y risible: una figurita jadeante haciendo maromas para salvar los escalones.

También hasta hace poco, los niños de Independencias I hablaban de Medellín como de una leyenda: la distante urbe de rascacielos, parques florecidos, industrias, luces, vallas y el vocerío. Los chicos no se sentían parte de esa metrópoli porque la encontraban remota, y siempre que debían ascender los escalones vivían un periplo tan largo y azaroso como una odisea.

Por su parte, los jóvenes casamenteros, que adoran bailar y tomar cerveza los fines de semana en los bares y discotecas de la ciudad, se acostumbraron a hacer el trayecto llevando encima el cansancio de sus piruetas de danza y sus proezas etílicas, y dicen que verlos subir amanecidos, los sábados y domingos por la madrugada, era como ver una procesión de sonámbulos ascendiendo hacia una briosa estación.

Pero estos son solo algunos ejemplos de la intervención definitiva de la distancia en sus existencias, de la injerencia de esos escalones en su realidad. Mujeres embarazadas, enfermos de dolencias triviales o graves, empleados, desempleados, profesionales, obreros, estudiantes, manicuristas, mucamas, choferes, pequeños comerciantes, panaderos y camioneros, absolutamente todos, eran una suerte de presos de aquellos escalones.

Durante décadas, los moradores de la comuna, una de las dieciséis de la ciudad, gastaron dos horas en bajar y otras dos en subir las escaleras, lo cual les impedía tener jornadas normales o siquiera tolerables. No era extraño que se creyeran condenados.

Historia de una ilusión

Medellín ha sido testigo de cambios radicales en su sistema de transporte, que, más allá de ser simples muestras de un urbanismo visionario, modificaron las jornadas de sus habitantes, hasta el punto de que los más jóvenes, cuando escuchan los relatos de los tiempos difíciles en los que el único medio de transporte eran viejos y penosos buses municipales, creen que se trata solo de fábulas.

Primero fue la llegada del metro, que apareció hacia el final de la década de los 90, recortando las distancias y haciendo que viajar se volviese grácil y hasta cierto punto mágico. Luego llegó Metrocable, un ingenioso sistema de “cabinas voladoras”, pequeños teleféricos eléctricos que recorrían en minutos cualquier distancia escarpada y que sacaron del atraso a una vasta porción de la urbe.

Pero ninguna de estas maravillosas novedades alcanzó a cobijar a la Comuna 13. Sus ásperas condiciones topográficas no permiten que se le instale el cable, por eso se pensó que su gente quedaba definitivamente condenada a la penosa travesía cotidiana. Sin embargo, durante la alcaldía de Sergio Fajardo, siempre proclive a indagar las nuevas formas de comunicación y transporte que hacen carrera en el mundo, algunos de sus asesores más diestros hicieron un viaje a España que los iluminaría. Sucedió cuando vieron una prolongada escalera eléctrica que funcionaba en un centro comercial, y que tenía un número de escalones muy superior al tradicional. Los expertos la vieron discurrir mientras divagaban: un aparato de esas características es algo convencional y doméstico, pero si se utiliza para nuevas tareas y misiones, más humanas y cívicas que comerciales, se transforma en un instrumento vanguardista.

En Medellín empezaron las reuniones, las cábalas, las discusiones… El alcalde y sus asesores sabían que la escalera eléctrica con la que soñaban no había sido instalada en ninguna otra zona deprimida de Sudamérica, y que no la había tampoco en lugares difíciles de áfrica o Asia. Había que calcular con ojo clínico toda la obra de ingeniería y, lo que resultaba incluso más intrigante, saber lo que el artilugio significaría para la psique colectiva.

Fueron meses de fragor en los que piquetes de obreros, dirigidos por eruditos de la ingeniería, se emplearon a fondo para instalar la obra, ante la mirada estupefacta de los moradores de la comuna. Se trataba de remplazar esos 350 escalones de concreto, que equivalen a un edifico de diez pisos y representaban la penuria, el cansancio, la incomunicación y el atraso. Hasta que una mañana ocurrió la inauguración de las escaleras ante el asombro de los habitantes de la comuna. En realidad, aquel invento no era algo tan novedoso, pues fue patentado como idea en 1859 en Michigan, pero solo llegó a ser una realidad concreta en 1892, en Coney Island.

Medellín, con sus casi dos millones y medio de habitantes, merecedora del título de “Ciudad Innovadora” en el concurso City of The Year, en 2013, mostraba una vez más su capacidad de metamorfosis.

Un nuevo tiempo

Fue como si todos los relojes hubiesen enloquecido por completo, como si el tiempo se amansara perdiendo su rigor, como si el almanaque hubiera cambiado por completo sus códigos y coordenadas. Los horarios dramáticos que les impuso a todos, desde el primer día, pernoctar en una montaña inabordable, empezaron a cambiar y, de pronto, la gente tenía más tiempo para dormir, tomar la merienda, abrazar a los hijos, besar a su pareja, escribir cartas, cantar tangos nostálgicos, mirar el alba o el atardecer, soñar, mirar las formas caprichosas de las nubes o la intensidad de las estrellas, recordar los tiempos idos, vestirse o desvestirse, suspirar, bañarse, afeitarse, peinarse, planchar la ropa, hablar de fútbol o moda o cine, llorar o reír, llevar cuentas, planear la Navidad, cocinar el sancocho o los frijoles y hacer el amor.

Las casas, que durante décadas parecieron extraviadas en la edad de piedra, despertaron del alevoso retraso y la precariedad, dando un salto vertiginoso a través de los años y se instalaron en un inesperado y germinal presente.

El alcalde de la 13 y su tropa

La vida de Mariano Carvajal Guerrero, experimentado ingeniero mecánico, siempre estuvo relacionada con la Comuna 13, desde los días en que subió por primera vez sus lomos escarpados en condición de estudiante y observador agudo de la danza social. Fue en 1998, pero a él, cuando rememora esa temporada artera, le parece que hubiese sido hace unos dos o tres siglos. Tanto ha cambiado la faz de aquellos barrios.

“Por entonces, el día era desolado y la noche resultaba irrespirable”, afirmó Mariano observando el discurrir de un martes de cielo limpio en la Comuna 13. “Vivir aquí fue alguna vez una aventura abisal y temeraria. Esto no quedaba en Medellín o, mejor, era vivir en una Medellín excéntrica, remota, completamente marginal. Para desenvolverse por estas callejuelas, uno tenía que andar pidiendo permiso a grupos intolerantes de individuos armados hasta los dientes y ciertamente hostiles. Dueños y señores de un aciago imperio, estuvieron por aquí el grupo América Libre (de las Farc), varias células del Ejército de Liberación Nacional, antiguos mandaderos del Cartel de Medellín y de la Oficina de Envigado, pugnaces tropillas de paramilitares y docenas de delincuentes comunes, entre los que había famosos estafadores, atracadores y asaltantes. Por entonces, incluso para ir a comprar una bolsa de leche había que pedir permiso. Y un dato increíble: para sofocar aquel maremágnum de anomalías y torear a semejantes personajes solamente estaba El Diablo, solitario comandante de policía al que acompañaban dos confundidos e inermes asistentes. No era mucho lo que podía hacerse”.

Escuchar aquella narración resulta increíble, cuando se está parado en cualquier calle o esquina de la actual Comuna 13, y la sensación que se tiene es la del sosiego y la armonía. Mariano, actual administrador de las escaleras eléctricas, prefiere saltar ya aquel capítulo y, en cambio, hablar de la gran metamorfosis operada en la comuna y en el barrio Independencias I.

“Hicimos que la gente tuviera desde el principio un sentido de pertenencia y de orgullo frente a sus escaleras eléctricas. Había que trabajar no con gente venida de afuera, sino con los mismísimos habitantes de esta región. Y no puede usted imaginarse la calidad del trabajo, el tesón, la dedicación y la inteligencia de todos y cada uno de los empleados que se han contratado hasta la fecha”, afirmó Mariano y pasó a presentar a algunos de sus más notables asistentes, a los que se ha dado el cargo de gestores, y que siempre andan por ahí vestidos de naranja, rubicundos y vitales como boy scouts del cine de aventuras.

En esta galería está, por ejemplo, El Reggaetonero, que da conciertos a los muchos visitantes del barrio y las escaleras, y que, emocionado con su nuevo empleo, nunca da muestras de desaliento o fatiga; Juan “el todero”, que maneja la ferretería y es amo y señor de las tuercas y tornillos; Johnny, tan joven que da la sensación de no haber abandonado la niñez, quien estaba a punto de ser arrastrado por las pandillas cuando Mariano lo metió en su tropa, y muchos muchachos y muchachas que encontraron, sin bajar a la ciudad, allí, al lado de sus casas, una ilusión y un motivo de vida.

Cada uno de ellos se ha convertido en un centinela del prodigio reciente. Hace poco, para no ir más lejos, el mecanismo de las escaleras se detuvo de improviso. Algo había pasado y no parecía ser fácil solucionarlo. Mariano pensó que estarían sin el servicio un buen rato, pero entonces “los muchachos” (como él llama a sus pupilos) le dijeron que, si confiaba, ellos serían capaces de hacer la refacción. Mariano lo dudo pero terminó aceptando. Y para su sorpresa, a la media hora, jubilosos, los asistentes lo arrastraron fuera de su oficina. él vio entonces lo que le pareció la prueba reina de los nuevos tiempos de la comuna: la escalera funcionaba a la perfección.

Sí, la historia de estas escaleras mágicas será alguna vez el material para un bello libro o una excelente película. Cualquier desprevenido turista que deambule por la comuna dará testimonio de ello, así sea, como sucedió ya, un ministro de México, los más encumbrados banqueros de un banco de Washington, la primera dama de la administración de la ciudad o un grupo de futbolistas argentinos.

“Viéndolas”, aseguró Mariano, “uno se da cuenta de que todos los esfuerzos, inventivas, experimentos y gastos que se han hecho en Medellín durante las últimas décadas cambiaron sus avenidas, piedras y edificios”. Pero lo más importante es que se intervino a fondo el alma de su barrio. Después sonrió y dijo: “¿Quién iba a creerlo? Finalmente, no fue la comuna la que se bajó a Medellín, sino Medellín la que se trepó hasta la más escondida de todas sus casitas”.

 


Medellín y la esperanza

• Al muy adelantado sistema de transporte de la ciudad se suma este año el tranvía. La obra, que se encuentra en su última etapa, constará de once vehículos de origen francés, ya contratados.

• La Comuna 13 tiene unos hermosos techos con espléndidos dibujos, que son notables obras del arte popular y pertenecen a la masiva campaña “Pinte la Vida”, una de las muchas que implementa la Alcaldía de la ciudad, en este caso en asocio con Pintuco.

• Se cree que la escalera eléctrica crecerá, en los próximos años, hasta conectar todos los barrios de la Comuna y sus vecinos; es decir que llegará hasta la última cuadra del llamado “Cinturón verde”.

• El Metrocable, antecesor de las escaleras eléctricas, transporta diariamente a unos 40.000 pasajeros.

• Los más recientes estudios sociológicos sobre Medellín indican una mejoría de las relaciones interpersonales y familiares, así como un aumento del optimismo en la colectividad.

• La inversión de las escaleras eléctricas, de 13.000 millones de pesos, se hizo entre la Alcaldía de Medellín y la Empresa de Desarrollo Urbano (EDU).

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