El árbol de Dios
Texto y fotos Gladys Arosemena Bissot
Los caminos del poblado de La Palma, en Chalatenango, huelen a pino. Tienen un ambiente sereno, de calles empedradas coloniales, con ese inconfundible aire costumbrista. No siempre fue así; el ejército y los insurgentes, hace más de cuarenta años, usaron este bucólico escenario, de sencillas casitas con tejados rojos, para atemorizar a la población. Paradójicamente, La Palma sería el sitio donde se dio el primer diálogo para terminar una guerra que segó la vida de más de 75.000 salvadoreños. Este intento, aunque fallido, culminaría años después en el fin del conflicto.
La guerra trae pobreza e incertidumbre: todos lo sabemos. Pero como toda crisis, existe una contraparte inexplicable, donde la supervivencia humana se las ingenia para mostrar su mejor cara o, tal vez, la mejor posible. El destino tenía previsto que eso sucediera en las calles de La Palma, cuando un niño jugaba en la calle con una semilla de copinol.
En aquellos tiempos, claro está, objetos de la naturaleza salían del ámbito cotidiano para crear fantasías lúdicas inimaginables. El niño sabía que al partir la semilla en dos partes y rasparla se convertiría en un objeto brillante, uniforme, hermoso. El trabajo, pues, valía la pena. No podía imaginar este niño que, a pocos metros, un joven lo observaba cuidadosamente y que aquella semilla germinaría en una idea única, cuna de una de las manifestaciones más auténticas de la identidad salvadoreña.
Fernando Llort era un joven de 23 años, inquieto y, sobre todo, muy observador. En algún momento sintió un llamado hacia el sacerdocio e incluso por la arquitectura, pero mientras estudiaba teología en Francia descubrió su verdadera vocación: convertirse en artista visual. Un desarraigo cultural, así como cierta inconformidad con los cánones establecidos por el arte europeo, lo llevaron a organizar una pequeña exposición de obras con inspiración maya. El evento fue todo un éxito y supo, entonces, que había encontrado el camino correcto.
Ya de regreso en su natal El Salvador, su fascinación por lo que hacía el niño de La Palma no fue casual. Lo que para el niño fue un simple juego para él era la oportunidad de crear piezas artesanales únicas, originales y en miniatura. Decidió, pues, alquilar una casa, donde pintaba a diario. Un tiempo después, ya casado con Estela Chacón, fundó su primer taller artesanal.
El sueño de Llort fue creciendo. Poco a poco, su taller comenzó a llenarse de artesanos, quienes trabajaban con cerámica, madera de pino, semilla de copinol, dibujos pintados con témpera y barnizados, que evocaban el colonial caserío de La Palma, siempre con inspiración precolombina. Había nacido La Semilla de Dios, una cooperativa-escuela que alivió con su trabajo la difícil situación económica generada a principios de la guerra, pues la gente se acercaba a comprar coloridas artesanías, que se convirtieron en símbolo de aquel municipio.
Lamentablemente, el éxito del taller atrajo la mirada de delincuentes. Así, Llort y su familia tuvieron que salir del país. Pocos meses después, al volver a El Salvador, ya en la década de los 80, fundaron El Árbol de Dios, un centro cultural, galería, taller y tienda en la capital salvadoreña.
Las semillas, a veces, son capaces de viajar a través de aguas turbulentas; están destinadas a germinar lejos de su planta madre. Así, el sueño de la familia Llort mudó su escenario, pero no perdió su esencia. Algunos artesanos de La Palma se desplazaron al centro, en su incansable empeño de aprender nuevas técnicas, basadas en coloridos trazos sencillos, pero de aire moderno, con escenas en las que destaca la cotidianidad.
Poco después, Llort creó la Fundación Fernando Llort, con el objetivo de apoyar las manos artesanas de El Salvador, exportar su talento y promover una cultura de paz, productividad y desarrollo. En la actualidad se han beneficiado de este proyecto más de 4.000 artesanos, quienes también exploran la creación de pinturas y serigrafías en su taller.
Llort siempre estuvo convencido de que aquel afán creador podía generar ingresos para familias en riesgo social, particularmente jóvenes, quienes sufren abandono, violencia o pobreza, con el fin de alejarlos de la delincuencia al promover su crecimiento humano y económico. No estaba equivocado: hoy, el 70% de la población de La Palma vive de los ingresos generados por la artesanía, es decir, casi 7.000 artesanos.
Visitar El Árbol de Dios en El Salvador evoca recuerdos mezclados de esperanza. Juan Manuel Llort, uno de los tres hijos de don Fernando y guía de lujo, inicia el recorrido por el pequeño museo, verdadero deleite histórico. Durante la visita, resulta evidente el contraste entre la humildad de Juan Manuel y el orgullo al hablar de la obra de su padre.
Muy cerca se encuentra la galería, donde aparecen piezas inéditas del artista, con su estilo inconfundible. En un rincón del museo, llama la atención un conjunto de pedazos de cerámica sin aparente belleza estética.
Cierto aire taciturno invade la mirada de Juan Manuel, quien se apresta a explicar el significado de aquellos trozos para su familia: corresponden a una obra monumental de su padre, Armonía de mi pueblo, que adornó en su momento la Catedral de San Salvador y fue demolida sin su consentimiento, bajo explicaciones ajenas al significado y la valorización del patrimonio cultural del país. Para el artista, recoger simbólicamente los fragmentos de cerámica representó el rescate de la “dignidad y el respeto a los artesanos salvadoreños” y, con ello, cerrar un episodio doloroso del pasado.
En ese momento resulta imposible no pensar en lo profundamente significativo de aquellos pedazos y de cómo cada uno puede representar el dolor de un pueblo resquebrajado por la violencia. No obstante, la posterior creación del mural de cerámica partida Abrazo fraterno alumbró el sendero de la esperanza en el arte y la cultura como fuentes de progreso y crecimiento de las naciones.
En El Árbol de Dios, el taller constituye su principal razón de ser como espacio cultural y es el momento cumbre de la visita. Un conjunto de artesanos y sus manos creadoras muestran cada técnica empleada en la elaboración de pinturas, cerámica, serigrafía e incluso vitrofusión. Aquí, al unísono, los artesanos se convierten en aprendices y maestros; exploran nuevos materiales y recursos artesanales, pero se las ingenian para hacerle honor al original estilo palmeño, mientras comparten su experiencia con los visitantes.
Al final de la visita, es común ver a turistas nacionales y extranjeros con una pieza de artesanía o incluso obras de arte de Fernando Llort en sus manos. Saben que, al hacerlo, se llevan un objeto representativo de la identidad salvadoreña, tan variopinta como los colores de su diseño. Son manos agradecidas: cumplen así el sueño de un artesano, que buscó crear un regalo de El Salvador para el mundo.