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Cuenca en tres pasos

Texto y fotos:  Julia Henríquez

Aunque la mañana era fría y nublada, los colores del centro histórico de Cuenca todo lo iluminan. Llegamos llenos de expectativas: Ecuador nos había enamorado pueblo a pueblo, así que, seguros de que Cuenca no se quedaría atrás, olvidamos la humedad y el frío y decidimos emprender caminata hacia el centro para conocer los alrededores y ubicar los imperdibles.

Con edificaciones casi intactas del siglo XIX, ruinas preincaicas y modernos edificios, Cuenca revela cómo fue labrada año tras año hasta moldearse en la interesante ciudad que es hoy. No en vano fue declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad, en 1999, por la UNESCO. Y es que allí plazas, iglesias y edificios alternan diversidad de estilos: colonial, neocolonial, barroco, neoclásico francés, ecléctico local y cuencano republicano, que al mezclarse derivaron en uno nuevo y singular.

Para los cañaris —comunidad indígena preincaica que habitaba el lugar hacia el año 500 d.C.—, Cuenca era conocida como Guapondelig: “Llanura amplia como el cielo”. La ciudad vivió un cambio drástico en 1490, cuando la invadieron los incas. Ellos no solo cambiaron su nombre a Tomebamba sino que intentaron modificar todo su modo de vida. Los cañaris se opusieron y lucharon durante décadas para recuperar su autonomía. Y así los tomó la guerra civil de los incas y la sorpresiva conquista española. No es de extrañar que los cañaris se unieran a los españoles, sin saber que estos nuevos invasores arrasarían con todo vestigio de las tradiciones que tanto habían defendido. Antes de la fundación de la nueva ciudad, que se llamaría Santa Ana de los Ríos de Cuenca, ya los cañari habían sido cristianizados.

Esta historia no solo aparece en los libros. Lo interesante en Cuenca es que la historia cobra vida en sus templos antiguos, en sus calles de adoquín o en las esquinas de sus muros coloniales, cuando tropiezas con personajes ataviados con ponchos coloridos y sombreros de paja toquilla que, literalmente, parecen venir de otra época.

La ciudad descansa sobre un sistema de cuatro terrazas bañadas por varias corrientes de agua. Para tener una visión íntegra de este entorno caminamos hasta el río Tomebamba, el mismo donde las mujeres cañaris, esas de los relatos,  solían lavar su ropa mientras sus hombres peleaban en la guerra. Desde aquí se pueden ver las cúpulas y cruces que apuntan a los cielos ecuatorianos, pero también se vive la historia, la naturaleza y el arte callejero.

Vimos caer el sol en el Barranco mientras el río corría bajo nuestros pies. Este accidente geográfico, que divide las terrazas segunda y tercera, es también el límite entre la Cuenca histórica y la moderna. Aquí vimos cómo la noche refulgía de colores y se dejaba invadir con música andina moderna, donde flautas y violines se combinan en perfecta sincronía. No pudimos resistirnos por mucho tiempo y antes de darnos cuenta ya bailábamos al ritmo de los cuencanos.

Al día siguiente Cuenca era una ciudad tranquila que se movía al son del viento. Era lunes y, al encontrar los museos cerrados, abordamos el típico bus turístico de dos pisos en el Parque Abdón Calderón. Aunque no es la mejor manera de empaparse plenamente de un lugar, lo cierto es que cuando viajas el tiempo no puede detenerse y esta herramienta, con información siempre disponible, te brinda una imagen con un poco de todo.

Así tuvimos una nueva perspectiva panorámica y admiramos un cierto equilibrio entre ese aire colonial que predomina y el estilo republicano, al cual pertenece la mayoría de las construcciones de la época de la Gran Colombia.

Destacamos de este recorrido la Casa Bienal de Cuenca, que fue restaurada con el cuidado de recrear el ideal de belleza europeo de principios del siglo pasado. Fue José Alvarado, propietario de la vivienda, quien construyó la casa inspirado por la moda que imperaba en Francia. En la década de los 30 agregó otra parte, esta vez bajo el influjo del neoclasicismo, donde quiso reproducir la fachada de una vivienda que conoció en la Ciudad Luz.

Vemos iglesias y cúpulas, colores y arquitectura, la gran Catedral de la Inmaculada Concepción, cruzamos el río Tomebamba de nuevo, y terminamos en el mirador Turi, que nos regaló una vista espléndida mientras comíamos delicias autóctonas de los cientos de puestecitos que brindan una experiencia culinaria completa.

Al bajar, no solo del mirador sino del bus, y tener de nuevo una experiencia desde el piso, volvemos al parque para ver de cerca la Catedral de la Inmaculada Concepción (llamada la “nueva” en contraste con la Iglesia del Sagrario, que es la “antigua”), de imponente estilo gótico renacentista y tres cúpulas. Inspirada en la Basílica de San Pedro, en Roma, se ha convertido en uno de los más grandes atractivos arquitectónicos. Su construcción duró ¡noventa años! y desde 1975, cuando fue terminada, recibe en su interior a miles de creyentes y turistas que quedan atrapados ante su majestuosidad. En el mismo parque está la catedral vieja, originaria de 1567. Varias veces reconstruida y remodelada, finalmente fue convertida en Museo de Arte Religioso y resguarda invaluables tesoros.

Caminando se vive distinto y se conoce gente; es por eso que avanzando sin rumbo llegamos al Mercado de las Flores, catalogado por la revista National Geographic entre los diez mercados de flores al aire libre más notables del mundo. La revista destaca la variedad de flores, pero también eso que nosotros notamos desde que llegamos a Ecuador: la extrema simpatía y amabilidad de su gente.

El último día en Cuenca salimos dispuestos a conocer otra cara de la ciudad, y la encontramos. Cuenca es conocida por su tendencia artística y cultural, característica que comprobamos al entrar al edifico de la Alcaldía de Cuenca. Construido en 1929 por el arquitecto Luis Donoso Barba (también autor de la Universidad de Cuenca, entre otros edificios), fue sede del Banco del Azuay hasta 1999. Con su estilo ecléctico neoclásico, su frente está recubierto de mármol y, en lugar de patio, en su interior tiene amplios vestíbulos que unen las diversas salas. Esta joya cuencana pasó a manos de la Alcaldía en 2002; desde entonces hay en su planta baja una zona de exposiciones abierta a todo público, perfecto para deleitar los ojos y conocer las pinceladas de los más reconocidos artistas de la zona.

No fue nuestra única experiencia con el arte en Cuenca. La ciudad está impregnada de esculturas, pinturas, grafitis y museos que sumergen al visitante en un viaje de sentidos y sensaciones. El Museo de Paja Toquilla, por ejemplo, cuenta la historia de este material y su legendario sombrero conocido en el mundo como “Panama hat”, que en realidad es hecho ciento por ciento en Ecuador. El museo está en la Calle Larga, donde también quedan el Museo Remigio Crespo Toral (casa patrimonial de la ciudad y sede del Archivo Municipal de la Historia de Cuenca), el Centro Interamericano de Artes y Artesanías Populares (CIDAP), el Museo de las Culturas Aborígenes, el Museo Manuel Agustín Landívar (junto a las ruinas cañaris, incaicas y españolas de Todos los Santos) y el Museo Pumapungo, con salas de arqueología, arte religioso del siglo XIX, etnografía y numismática.

Luego regresamos al centro histórico y nos detenemos en edificios como el de la Corte Suprema de Justicia, la antigua Universidad de Cuenca, el colegio Benigno Malo y las iglesias de San Sebastián y San Blas; ejemplos de mixturas de épocas, visiones y gustos que hacen parte del patrimonio cultural de la ciudad. Entre tanto hallamos otro tesoro inesperado: La Casa de las Palomas, sede del Instituto de Patrimonio Cultural. Restaurada después de pasar de mano en mano, destacan en ella los murales de los cuales proviene su nombre, que fueron pintados entre 1908 y 1912 por Joaquín Rendón Araujo, y cuyas escenas bucólicas combinan con los colores pastel de las paredes y los techos. Desde que el artista y propietario de la casa murió, en 1917, hasta que fue adquirida por la Dirección Regional del Instituto Nacional de Cultura, en 1987, la casa entró en franco deterioro. Por tal razón, Gustavo Rodas la restauró con el objetivo de devolverle el aspecto que tenía en sus primeros años.

Visitar La Casa de las Palomas fue como entrar a uno de los sueños de Alicia en el País de las Maravillas: sus puertas de madera y sus colores pastel nos fueron envolviendo, y piso por piso pudimos disfrutar de sus pinturas. Nuestros pasos sonaban rítmicamente, y cuanto más nos adentrábamos más surreal era el ambiente. Las escaleras, cada vez más empinadas y sin rumbo, rechinaban como en una película de terror. Nos perdimos en este ambiente por un rato y luego nos encontramos en un solar, desde donde echamos la última mirada a la ciudad y con un golpecito de nuestros zapatos regresamos al hotel.

Allí, recordando la frase de Dorothy: “No hay lugar como el hogar”, con un poco de nostalgia y, como siempre, con promesas de volver, nos despedimos con una hermosa noche en la plaza. Dejamos Cuenca como dejamos tantos destinos de Ecuador: enamorados.

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