Colombia: Escuela de ciclistas
Por Iván Beltrán Castillo
Fotos: Lisa Palomino
Lugar: Velódromo del Salitre.
Tiempo soleado, cielo límpido y sin nubes, un sábado de enero de 2017 en horas de la mañana.
Elenco: un gran grupo de jóvenes ciclistas.
La historia se ha repetido por décadas, sucediendo una y otra vez de manera similar, como en el antiguo mito del eterno retorno. En los años 50, cuando se inauguró la Vuelta a Colombia, los muchachos novatos provenían de la meseta cundiboyacense, Antioquia, Caldas, Santander y Huila. Y eran hijos de la radio, pues sus padres y abuelos escuchaban la heroica gesta mientras hacían sus humildes quehaceres como campesinos, tenderos, boticarios, mensajeros, criadores de gallinas o pavos, fabricantes de quesos, sastres, pequeños comerciantes… Cuando descansaban bebiendo cerveza o jugando al tejo, su tema predilecto eran las carreras ciclísticas. En cada uno había un acerado comentarista deportivo. Amaban a Efraín Forero, más conocido como “El Zipa”, y estaban dispuestos a todo con tal de que se les diera una cicla, una camiseta y una primera oportunidad.
En los años 60, tras la aparición de Martín Emilio Cochise Rodríguez, quien abrió la compuerta del viejo continente y mostró que no solamente la carretera sino también el velódromo podían nutrir las hazañas de los pedalistas, los muchachos se hicieron menos inocentes. Se vieron los primeros campeones que, tras sus victorias en competiciones, emprendían negocios lucrativos, fundaban almacenes de gran prestigio (muchos de ellos especializados en artículos deportivos y ciclas) o viajaban a tierras lejanas para lucir camisetas profesionales. Las décadas siguientes trajeron nuevos afanes y expectativas. Alguna vez, los chicos hoscos e inexpertos se llamaban Fabio Parra, Alfonso Flórez, Luis Herrera o Nairo Quintana. En la pista, todos recuerdan esas historietas como si fuesen un vigoroso poema interno, la fábula que los nutre y que llena de anhelos sus mañanas.
¿Habrá aquí un nuevo Cochise, un Lucho Herrera, un Nairo Quintana? Los profesores así lo esperan. Y se parecen, en cierta medida, a los místicos dedicados a aguardar el advenimiento de un nuevo mesías. Una bicicleta aparece siempre en la imaginación de estos jóvenes, al igual que las carreteras de Europa. Aunque estén inmersos en el alba de un país suramericano, su imaginación está muy lejos: en la Francia galante, la España perfumada de nardos y aceitunas, la Italia llena de voces parlanchinas, en pistas de alta competición, pruebas de colosos que observan grandes y exaltadas multitudes. Hay también en su ensueño medianero trofeos dorados, bellas muchachas que sonríen en los podios y jugosas recompensas económicas.
Los datos y guarismos del ciclismo son contundentes y hablan de una actividad que, por lo menos para las instituciones y organismos que lo rigen, son ascendentes y optimistas. Según informes de Coldeportes, el ciclismo es “la valla o el estadio más grande del mundo”, con más de 3.000 millones de pesos anuales en patrocinios que se cristalizan en vueltas, giros, tours y las clásicas que se corren.
Casi todos los entrenadores y maestros intentaron ser protagonistas de este deporte vital sin llegar a coronar por completo, pero soñaron con unirse a la tropa de los grandes créditos ciclísticos. Algún accidente, una lesión inesperada, una casualidad, una adversidad económica, terminaron por clausurar el ascenso. Y en ocasiones esa pupila erudita los lleva a vivir minutos incómodos y densos. Es cuando decretan ya de forma definitiva que algún pupilo no servirá para nada en este deporte y que, si no se le comunica esa verdad, perderá años preciosos de su vida y alimentará una posterior crisis y frustración. No es nada fácil pasar por esos instantes, pero los maestros les dan la cara como si se tratara de una obligación
“Todos queremos llegar a Europa. Esa es la idea. Claro que hacerse ciclista es un asunto muy exigente. Nosotros llevamos una vida llena de sacrificios, en la que deben quedar fuera la fiesta, el alcohol, las trasnochadas, el desgaste excesivo de fuerza y todas aquellas cosas que significan una disipación y minan el cuerpo, templo sagrado del ciclista”, asegura Juan Carlos Cadena, joven y talentoso pedalista.
“Para trasmitir al joven ciclista toda la sapiencia y astucia que requiere este arte, es preciso enseñarle a escuchar al viento. Quiero con ello decir que esto no es simplemente un problema de piernas ni un asunto deportivo: el ciclista verdadero debe ser limpio, buena persona y portador de la más positiva energía. Si estas condiciones no se cumplen en él, pienso que difícilmente logrará su propósito”, afirma Giuseppe Vargas, joven entrenador que en los últimos tiempos se encarga de enrumbar el camino de los ciclistas más chicos: niños de once, doce o trece años.
“También en el entrenador debe haber algo de psicólogo y algo de confesor. Y por supuesto un grande y sensible observador. Muchos de los chicos que llegan aquí con la quimera de convertirse en grandes ciclistas son solitarios, taciturnos, quedos. Algunos vienen de cuadros familiares complicados. A menudo en sus familias hay carencias; otros son muchachos fracasados que buscan desesperadamente encontrar una puerta. Todo eso hay que entenderlo al tiempo que se observan sus dotes objetivas y meramente musculares”, asegura Vargas.
José y sus discípulos
“Señor Beltrán, quiere usted, si bien le entiendo, escribir sobre el ciclismo colombiano y sus deportistas, pero no partiendo de los ya consagrados, como mis amigos Lucho Herrera y Nairo Quintana, sino sobre estos otros —anónimos, desconocidos, pobres y cargados de sueños— que cotidianamente se levantan a pedalear como unos locos y a los que usted observa con ese gesto, donde se mezclan sorpresa, admiración y hallazgo”, empieza a decir José Parra, hombre entregado a la pasión del ciclismo, en la que está inmerso hace más de treinta años. Asegura que sus años muestran a carta cabal la parte luminosa y también el lado sombrío de esta gran disciplina.
Campesino de Chocontá, Cundinamarca, soñaba con la bicicleta desde que era un niño y recuerda que todos en su casa estaban seguros de que lo más importante que había pasado en estas tierras desde la libertad era la Vuelta a Colombia y el personaje más connotado después de Bolívar no era otro que Lucho Herrera, el jardinerito de Fusa, el primero que conquistó sin discusión las carreteras de Europa.
“Llegué a Bogotá a los nueve años, pero no traía el propósito de ponerme a estudiar sino de hacerme ciclista. Es una historia que, años más, años menos, siempre es la misma. Los de la provincia y nuestro amor por la bicicleta, nuestros deseos de competir y de tragar carretera. Mi historia se parece a la de una gran cantidad de jóvenes que, desde niños, aman la bicicleta. La mayoría somos de origen campesino y solamente quien conoce bien el campo puede saber lo que ella significa para nosotros: medio de transporte, herramienta de trabajo, glorioso instrumento deportivo que ha llevado a un par de docenas de profesionales a la fama y, en últimas, el final del tiempo de las aulagas y las vacas flacas”.
“Cuando me percaté de que el deporte era mi destino, regresé con más ánimo que antes. Gracias a eso, tengo en la actualidad dos hijas, Jessica y Paola, que ahora son ciclistas profesionales con prontuarios brillantes. Jessica tiene una hoja de vida impresionante y es campeona mundial juvenil”, dice José Parra sin poder ocultar el orgullo de entrenador y de padre.
“En Colombia”, afirma José mientras su rostro se torna circunspecto, “hay mucho talento pero muy escasa ayuda, casi ninguna. Si no se es familiar o amigo de algún dirigente, de un ciclista ya coronado (estos tampoco ayudan mucho) o de un empresario con dinero, la cosa se complica y empieza a acechar el fracaso y es de esa forma como se clausuran los sueños de muchos de estos muchachos. El ciclista necesita ayuda, porque lo que hace exige equipos, tiempo e inversión. El perfil de la mayoría es bien humilde. De allí salen los campeones”.