fbpx
NorteaméricaCanadáChemin du Roy: Un museo de 250 kilómetros

Chemin du Roy: Un museo de 250 kilómetros

Por Margarita de los Ríos
Fotos: Javier Pinzón

Saint-Augustin-de-Desmaures está al final de la Ruta del Rey, a 260 kilómetros de Montreal y a solo quince minutos de la ciudad de Quebec. Es un bosque de arces en el que predominan los amarillos luminiscentes y rojos eléctricos. El bosque mira al lago Saint Augustin, y éste a su vez refleja las coloridas casas típicas de Quebec, al otro lado.

Es una tarde de otoño y el sol poniente se confabula con esta orgía de color, para dar aún más brillo a la acuarela. La vista que remata el camino es el premio mayor luego de tres días zigzagueando por el antiguo Chemin du Roy (Camino del Rey), un circuito histórico que es promovido entre los turistas por la bella arquitectura de sus poblados, las iglesias antiguas y las tiendas de artesanías ancestrales que pueden encontrarse. Es un viaje entre Montreal y Quebec “por entre las tiendas” en contraposición a la gran autopista que corre rauda entre las dos ciudades.

El camino fue una de las primeras vías terrestres construidas en América. No solo inauguró el transporte terrestre y el correo en postas, sino también el servicio de transporte público. Fue construido en 1737 para unir los poblados que un río caprichoso a veces dejaba aislados. Al recorrerlo hoy, tres siglos después de su fastuosa inauguración, sorprende que tanto iglesias como edificios civiles y residencias hayan sobrevivido los embates de la historia. También asombran las costumbres de sus habitantes, el queso hecho al estilo más artesanal, los postres preparados tal como lo enseñaron los abuelos franceses.

La ruta serpentea a orillas del río San Lorenzo, que viene del lago Ontario y desemboca en el Atlántico luego de bañar la ciudad de Quebec y conformar el estuario más grande del mundo. El río fue la vía de penetración que permitió a los galos construir en América su sueño de la Nueva Francia y por ello todos los poblados están diseñados en torno al agua. Algunos tienen bellas terrazas, muelles y costaneras, mientras que otros están construidos sobre acantilados.

El primer occidental que reconoció estos territorios fue el francés Jacques Cartier durante su segundo viaje a Canadá, en 1535, y lo llamó “Gran río de Hochelaga”. Años después, Samuel de Champlain, fundador de Montreal, comenzó a referirse a él como “gran río del santo Lorenzo”, nombre que quedó para la historia.

Y aunque el río fue el camino de penetración, lo cierto es que estaba lleno de escollos y la navegación era difícil gran parte del año e imposible en invierno. Se dibujaron cartas detalladas para ayudar a los capitanes, pero el temor a una invasión inglesa no permitió el levantamiento de faros ni boyas, así que optaron por la formación de pilotos experimentados al mejor estilo de los “prácticos” de hoy. Ya en 1671 el Colegio de los Jesuitas de Quebec ofrecía el primer curso para entrenar a pilotos especializados en la navegación por este río. Pero las duras condiciones no se atenuaban en el invierno, así que en 1706 el gobierno de Nueva Francia decidió construir una carretera que contribuyera al movimiento entre metrópolis. La tarea fue encomendada al grand voyer (topógrafo principal) Eustache Lanouiller de Boisclerc, quien realizó el trabajo amparado en el estatuto de “corvées du Roy” (mano de obra de los habitantes locales).

La obra comenzó en 1731 y culminó en 1737. Tenía 7,4 metros de ancho, 280 kilómetros de longitud y cruzaba 37 señoríos. Era el camino más largo al norte del Río Grande y estuvo en servicio muchos años antes de que se iniciara la primera vía en Estados Unidos. Durante siglo y medio el Chemin du Roy transportó a los viajeros en carretas tiradas por caballos, durante el verano, y en trineos, en invierno. Acarreó mercancías y correos mediante el sistema de postas y relevos, para lo cual había 29 estaciones disponibles.

Hoy la ruta 138 de Canadá sigue en gran parte el camino viejo, desde Repentigny hasta Saint-Augustin-de-Desmaures, pasando por Trois-Rivières. Y es el camino que decidimos seguir para llegar a nuestra meta: la ciudad de Quebec, con la esperanza de conocer en detalle algunas de las estaciones más reconocidas. Salimos temprano de Montreal e hicimos nuestra primera parada hacia el mediodía en Repentigny. La ciudad fue fundada oficialmente en 1670, aunque miembros de la flota de Nueva Francia habían ocupado el territorio desde 1647, razón por la cual es el lugar de habitación más antiguo de la región.

Aquí el otoño sigue ostentando su paleta de color en los pintorescos mercados de verduras, que hacen juego con los coloridos árboles de maple y, a su vez, contrastan con las enormes paredes de piedra de las iglesias y la escueta gama de grises, blancos y negros de sus casas de madera. Es imperativo observar en primer lugar la fachada de la Iglesia de la Purificación de la Bienaventurada Virgen María del Repentigny ‚Äïla más antigua de la diócesis de Montreal‚Äï y los antiguos molinos, apostados el borde del camino.

Este primer poblado es apenas una muestra de lo que veremos a continuación: una suma de pueblos detenidos en el tiempo, que más parecen acuarelas colgadas en una exposición a lo largo del curso del río San Lorenzo. Un inmenso e interminable museo, que cuenta paso a paso la historia de un sueño que se cocinó en Francia, fue traído paulatinamente a América, sucumbió en varias ocasiones bajo la bota inglesa y consolidó finalmente este recodo de Francia que aún vive triunfante en Canadá.

Nuestra segunda parada fue frente al monasterio de Saint Sulpice, una congregación religiosa que fue determinante en el proceso de colonización de la Canadá francesa y sigue vigente. Ubicado en la región de Lanaudière, fue el centro de colonización desde 1680 como parte del señorío de Saint Sulpice.

Luego de un frugal almuerzo llegamos a Lavaltrie, pueblo fundado en 1672 cuando el intendente de Nueva Francia entregó grandes porciones de tierra parcelada a un grupo de lores, entre ellos Pierre-Paul Margane de Lavaltrie, a quien le correspondió esta zona. Es un ejemplo del sistema que eligió Francia para colonizar en América (muy diferente al modo inglés) y que se asemejaba más al modelo feudal.

Nuestro camino continúa y llegamos a Lanoraie hacia las tres de la tarde. Hacia el siglo XVI, la región estaba habitada por los indios iroqueses, quienes denominaban el área “Agochanda”, que significa: “Donde uno para, come y descansa”; importante función que el poblado siguió cumpliendo cuando el Chemin du Roy era transitado por carretas y diligencias.

Como es octubre, los vecinos de estas localidades se aprestan a celebrar el Halloween, que coincide con la cosecha de enormes calabazas disponibles en mercados y ventas callejeras. Así, el colorido de la naturaleza combina con el decorado temporal de las viejas mansiones y la luz anaranjada del atardecer. Es hora de buscar un refugio. Tras consultar la guía de bed and breakfast de Quebec (http://www.giteetaubergedupassant.com/), elegimos Le Murmure des Eaux Cáchees, hermosa casona ubicada en Champlain de cara al río, en donde nos atiende el mismo dueño. Las exquisitas crepas de desayuno nos recuerdan que estamos en un territorio donde no solo se conserva el idioma francés, sino también muchas tradiciones que heredaron de sus ancestros.

Nuestro segundo día comenzó en Batiscan, donde conocimos a un personaje cuyo nombre no encuentro por mucho que escarbo en mis desordenados apuntes de carretera. Sucedió cuando admirábamos con asombro la fachada de la iglesia Saint-François-Xavier, y una vecina del poblado nos comentó que si deseábamos saber algo de la historia debíamos preguntárselo a la anciana que se aproximaba, hija de un poeta ilustre y maestra de historia durante más de cincuenta años. Ella nos acompañó con su caminar pausado por los monumentos más significativos del pueblo y al final nos invitó a su casa, gracias a lo cual pudimos observar esta arquitectura casi tres veces centenaria que nos recordó la casa de galletas de Hansel y Gretel. De voz de nuestra amiga nos enteramos que fue en 1609 que Samuel de Champlain conoció al líder indígena Batiscan, y le dio su nombre a esta región.

La colonización real de la zona comenzó en 1666 y se desarrolló según el sistema señorial de la Nueva Francia, el cual consistía en que a un gran señor se le concedía un pedazo de tierra ‚Äïun largo rectángulo con una proporción aproximada de uno a diez, que le permitiría a cada colono tener acceso al río y a la carretera‚Äï y un grupo de trabajadores para desarrollarla. Algunas de estas tierras fueron entregadas a los jesuitas, encargados de la evangelización antes de que llegara la comunidad de los sulpicianos.

En pocos minutos estamos en Sainte-Anne-de-la-Pérade, conocida como la Venecia canadiense debido a la serie de islas, puentes y canales que tiene el río en sus alrededores. En verano se pueden practicar muchos deportes acuáticos allí, pero en el otoño viene bien otro tipo de actividades. Probar, por ejemplo, las bebidas basadas en la abundancia de “berries” (strawberries, raspberries y blueberries) que crecen en la región. O visitar la Fromagerie F.X. Pichet, fábrica de quesos orgánicos y artesanales. También está la casa original del señorío en donde creció Madeleine de Verchères, legendaria mujer que, según cuenta la historia, pese a su corta edad defendió la colonia de los ataques iroqueses.

Sigue en la ruta Cape Sante (Cabo salud) cuyo nombre se debe, según cuenta la leyenda, a una cura milagrosa que los soldados encontraron en este lugar para una enfermedad desconocida que los aquejaba. Dos puntos interesantes tiene el lugar. La iglesia, que fue construida entre 1754 y 1767, es patrimonio histórico puesto que fue una de las últimas construcciones hechas bajo el régimen francés. Tiene dos torres, un interior barroco con retablos neoclásicos y un presbiterio (diseñado por el arquitecto Charles Baillairgé, en 1849) con cinco ventanas abuhardilladas. Y la calle Vieux Chemin, atravesada por el Chemin du Roy, que fue considerada una de las más bellas de Canadá por el diario The Globe and Mail.

Finalmente nos ubicamos de nuevo donde esta historia comenzó, en Saint-Augustin-de-Desmaures, frente al lago San Agustín y a las puertas de Quebec. Pasaremos los próximos tres días en esta hermosa ciudad, adentro de las murallas, caminando sobre los adoquines y visitando sus fastuosas iglesias. Y aunque no nos acompañó un buen clima, vimos suficiente para saber que la ciudad debería ser tema para un próximo capítulo.

aa