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ExperienciasCulturaCampanópolis el universo de un soñador

Campanópolis el universo de un soñador

Por Margarita de los Ríos
Fotos  Demian Colman

No es una ciudad, aunque lo parece. No es del medioevo, aunque luce como tal. Tiene cientos de puertas que no conducen a ningún lugar, sus ventanas no abren, nadie habita en ella y, sin embargo, tampoco es una ciudad fantasma.

Castillos que terminan en torres, torres que se inclinan y terminan en picos. Escaleras que van a la nada, puentes que no terminan… construcciones unidas por callejuelas adoquinadas, recovecos y lugares secretos. Casas escondidas en el bosque.

Localizado en González Catán, a escasos treinta kilómetros de Buenos Aires, Campanópolis es el sueño realizado de un coleccionista de rarezas y el más grande museo de objetos reciclados y puestos en valor. De un terreno que fue un basurero, surgió como por encanto una ciudad mágica construida con piezas de demoliciones y antigüedades desechadas.

La prehistoria comenzó en 1977, cuando el comerciante de alimentos Antonio Campana compró un terreno rural con el fin de engordar ganado. En 1980 estos terrenos le fueron expropiados por la Coordinadora Ecológica del Área Metropolitana, que los convirtió en relleno sanitario. Campana logró que le fueran restituidos en 1985, cuando ya eran un gran basurero y las tierras prácticamente habían quedado inservibles, pero la restitución coincidió con una mala noticia: le había sido diagnosticado cáncer y su porvenir era incierto.

Campana decidió entonces vender todas sus propiedades y dedicarse a construir un sueño en estos terrenos malogrados. Él tenía la capacidad de ver arte en una pieza de hierro, una vieja lámpara o una escalera desechada y se dedicó a visitar demoliciones y tiendas de antigüedades en busca de joyas perdidas.

Y eso, en Argentina, era tarea fácil, pues, durante los siglos pasados, el país exportaba en grandes barcos los granos y cereales que lo hicieron millonario, y, aprovechando las bodegas de los barcos, traía de regreso de los viajes a Europa joyas y antigüedades que habían pertenecido a viejos castillos y grandes familias nobles, para reconstruir, a este lado del Atlántico, una pequeña réplica de la Europa que los inmigrantes guardaban en sus nostalgias. Lo que en su momento había costado oro en polvo, a mediados del siglo XX era desechado por la modernidad. Solo Antonio Campana, obsesionado por todo lo antiguo, lo recogía y lo traía al más grande museo del reciclaje.

La enfermedad no le dio uno ni diez, sino 25 años más de vida, pero gracias a ese anuncio de una muerte próxima fue que el empresario abandonó las actividades productivas y se dedicó a soñar y materializar esos sueños.

Aquí construía sobre la destrucción; a los objetos muertos les daba una segunda oportunidad, pero cambiaba al capricho la vocación para la cual habían sido elaborados y de una puerta hacía un techo y convertía una bisagra en un cuadro. Fue así como construyó pisos con tejas y techos con puertas; mezcló elementos, tiempos y espacios.

Coleccionó pequeñas lágrimas de cristal que habían hecho parte de lujosas lámparas que lucieron en salones señoriales e hizo el Museo de los Caireles. Trajo cuanta pieza de madera encontró y fundó el Museo de la Madera.

Mostró que el hierro en manos de un herrero siempre puede ser una obra de arte y realizó el Museo del Hierro. A su ciudad le dio la Plaza Principal, una Torre Mirador, le proporcionó estrechos pasajes que llamó con nombres tan curiosos como Pasaje del Búho o el Pasaje Profesor Alfonso Corso. Sembró 10.000 árboles y construyó doce casas perdidas en medio de su propio bosque, puso a lo lejos un lago y en el lago construyó el Puente Sin Fin. Fue así como de la nada construyó un universo que más tarde el historiador Alfonso Corso bautizó como Campanópolis.

Ahora Campanópolis no deja de admirar a sus visitantes y se ha constituido en un importante atractivo turístico del gran Buenos Aires.

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