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ReportajeAsedio a Leguizamo: Hollywood es un cruel apartheid

Asedio a Leguizamo: Hollywood es un cruel apartheid

Por: Iván Beltrán Castillo y Luz Martínez
Fotos: Felipe Rodríguez

 

Ahora también observo mi pasado como una gran película. Los días de la infancia, la educación sentimental hecha en los circuitos teatrales, las primeras experiencias en los platós de filmación, los rostros amigos y los ceños fruncidos de los detractores: todo parece un guión en mi memoria.

Desde siempre estuve actuando. Al principio, durante los años escolares, de manera inconsciente, sin darme cuenta de lo que hacía, y después ya como un propósito, un destino, el puerto que me convocaba con su misterioso resplandor. Mis actuaciones iniciales eran mofas y sarcasmos, imitaciones, chascarrillos, parodias y burlescas puestas en escena. Los blancos de aquellos “dardos de ingenio” resultaban siendo, por lo general, profesores y compañeros. Arte en estado larvario. Una aburridora y reiterada pesadilla adolescente. Entonces, un profesor aguzado y sensitivo, y a lo mejor hastiado de aguantarme, me animó a que utilizara toda esa energía en transformarme en actor. Hasta el momento no pasaba de ser el gran bromista de la clase, el Jerry Lewis intrépido y algo fastidioso que siempre existe en todas las escuelas y colegios. Cuando racionalicé la fuerza que me impulsaba, todo cambió de color; se hizo diferente.

Yo había nacido en Colombia —más exactamente en el tradicional sector de Chapinero, de Bogotá—; pero mis padres me llevaron a los Estados Unidos cuando apenas contaba con cuatro años. Era, según lo veo ahora, uno de esos viajes en busca de fortuna tan característicos de los latinoamericanos. Como tantos otros, Alberto Leguizamo y su esposa, Luz, perseguían el rastro equívoco del ‘modo de vida americano’, se unían a la caravana infinita de quienes sueñan trascender su marco geográfico y una magra situación económica en el vientre de la civilización occidental.

Y allí estábamos como caídos del lejano y diáfano cielo tropical de Suramérica. Éramos, ahora lo comprendo, ‘sudacos’ fantasiosos y anhelantes fatigando las aceras de una Nueva York dura, acerada, minuciosamente prosaica, donde la majestad arquitectónica y el endriago tecnológico se mezclan con las más increíbles, sórdidas en ocasiones, muchas veces turbulentas historias y donde el ritmo compulsivo de los tiempos modernos adquiere la más irónica, paradójica, espasmódica y dramática de las apoteosis.

Pronto me di cuenta de que para sobrevivir en la Gran Manzana debía andar con latinos. Cuestión de olfato. Había mucho racismo por entonces, como lo hay todavía, y los más radicales de los norteamericanos, disimulados herederos del laborioso Ku Klux Klan, no toleraban nuestra presencia en las calles. Muchos son los recuerdos de afrentas, insultos y golpizas a los que se nos sometía sin clemencia y que bien pudieron costarnos la vida, como les costó a tantos. Todas las mañanas al salir de casa, con una sensación de vértigo y peligro en el estómago, me preguntaba por qué había allí tanta gente para la que nuestra presencia era una ofensa, un colosal escándalo. Esas cosas amargas —memoria sensible y dolorida de la intolerancia— nutrieron más tarde mis obras de teatro y mis stand-up comedies: hechicerías del arte, único instrumento capaz de trasgredir lo agraz en dulce.

Dos recursos providenciales me auxiliaron en mis primeros años: la compañía de otros latinos y el descubrimiento del arte dramatúrgico. Y ambos me fueron revelados muy temprano, antes de que los trabajos de la amargura levantaran en mí sus tiendas de batalla.

En el origen, el arte

Cuando era desconocido podía jugar a ser otros en las calles, en el metro, en los restaurantes. Jugar, que es el nombre del arte, su función mágica, su bello cometido. Me gustaba cambiar mi identidad, echarle carbón al tren de mi loca fantasía, desdoblarme y encontrar otros en mí, imitar seres humanos que me parecían vistosos o trágicos o llamativos.

Salí, con notas apenas convencionales, del High School y al poco tiempo ya estudiaba en Long Island University, encontrando en la actuación una forma de vida; lo que me obligó a ser un nuevo naufragado en ‘la isla de los soñadores despiertos’ —que es como algunos llaman a los ‘pacientes’ del cinematógrafo—: esos hombres y mujeres que encuentran consuelo a existencias desvaídas o exageradamente triviales sentándose en la oscuridad de los teatros para bruñir las vidas, las aventuras, el heroísmo y las pasiones de unos seres inventados que, sin embargo, parecen saber más de la existencia que nosotros. Allí estaban Richard Pryor, Robert De Niro y Al Pacino encontrándole los más sutiles pliegues al alma humana, delatando el corazón puntual con cada movimiento, con un fruncir del ceño, las palabras agudas y carnales y esos silencios cortantes que el espectador jamás olvida. Me hice su devoto y los elevé a la categoría de ejemplos, modelos y venerables brújulas.

Pero no bastándome con la mentira esencial del cinematógrafo, me entregué a la no menos hechizante y compleja ficción del teatro. Cuando una obra me perturbaba era capaz de ir a verla cinco o seis veces seguidas y llegaba un instante en el que podía decir los parlamentos con más pericia que los protagonistas. A Pacino fui a verlo en docenas de ocasiones y siempre en primera fila. El hombre se empleaba tan a fondo que llegaba un momento de clímax en que empezaba a escupir literalmente las frases y los asistentes cercanos resultábamos siendo las felices víctimas de su frenesí vocal acompañado por un diluvio de saliva. Me escupió en incontables ocasiones. Fue como un curioso bautizo y eso me enorgullecía. Creo que me enorgullece aún.

Al principio fui de todo: mesero, mensajero, repartidor de alimentos, lavaplatos. Fue un período fecundo en el que hurté los secretos del zoológico humano, tan generoso en matices, de la ciudad de Nueva York.

No quiero que suene hiperbólico, conmovedor o patético, pero yo estoy seguro de que la escritura me ha salvado la vida, como acostumbra salvársela a la mayor parte de quienes acuden a ella buscando explicaciones y alivio. Me la salvó no una vez sino muchas. Desde la primera ocasión en que tomé un lápiz y un papel e intenté esparcir mis visiones y mis sueños en una suerte de cosecha interior. Visiones y sueños que iban regresando trastocados en belleza.

Desde el mismo colegio neoyorquino donde alguna vez hostigué alumnos y profesores, y donde se me decretó, merced a un concurso, como el más parlanchín y lenguaraz de cuantos habían desfilado por las aulas, me hice escritor de sketches, viñetas y monólogos, a los que yo mismo daba cuerpo. La experiencia de las primeras actuaciones es tan inolvidable como la de los amores primerizos y de ser grata te oblitera para siempre. Ese fue exactamente mi caso.

A la conquista de la meca 

Conocido el erotismo del aplauso, hecha ya la comunicación casi sacra con el ejército de amigos invisibles que te observa desde la tibia oscuridad y vivido el ritual de la comunión prodigada por el teatro, ya nunca pude concebir oficio diferente. Empecé en los teatros, luego tuve un paso fugaz por la televisión y finalmente entré al universo del cine, en su versión más legendaria y portentosa: en el mitológico Hollywood, que ha cebado las fantasías del mundo llenándolo de adorables fantasmas y cuyas reglas de juego no son tan amables como los musicales o las comedias y donde no se usan mucho los finales felices, salvo para un puñado de elegidos.

A mí me parece que Hollywood es la Sudáfrica del espectáculo, con un apartheid hecho de productores voraces y luminarias triviales. Allí los latinos están en un barrio y los blancos ricos en otro. A veces se siente uno como en Lo que el viento se llevó. En ninguna otra parte de los Estados Unidos se puede percibir la segregación, la soberbia y el egoísmo con mayor claridad. Ni la violenta Nueva York ni la frívola Miami, ni la mundana Las Vegas han cometido tantas vilezas con quienes llegan hasta sus puertas en busca de oportunidades.

El arte es, a mi juicio, la parte sublime que dormita en todo ser humano. Gracias a él observas el espectáculo del mundo de una manera clemente, con más deseos de comprender que de juzgar y más como un benévolo erudito o un atinado sabio que como un magistrado circunspecto.

He trabajado en muchas películas, pero tal vez las que más recuerdo, por la sutil e impresionante modificación que introdujeron en mi vida, fueron The Take (2007), Where God Left his Shoes (2007), Moulin Rouge! (2001), Romeo + Julieta (1996) y Carlito’s Way (1993), donde tuve la feliz oportunidad de matar a Al Pacino metido en la piel de Benny Blanco del Bronx.

Siempre recuerdo las palizas que nos dieron los ‘chicos blancos’ en la infancia y eso me da fuerza para seguir escribiendo sobre la vida de los latinos en el gran reino del poder y la gloria. Nosotros somos el otro color, la otra sensibilidad, la otra mirada en un mundo donde a veces la diferencia ha sido considerada un delito. Por eso deseo hacer siempre papeles de latino en mis películas, pero de latino digno, latino profesional, latino inteligente, latino sensitivo…

A otros les importa el éxito. A mí me importa el abrazo…

aa