Goes: la recuperación de un barrio
Texto y fotos Gloria Algorta
Fui tres veces al reinaugurado Mercado Agrícola de Montevideo (MAM), en el barrio Goes. La primera, por el ímpetu que una vez al año se apodera de nosotros, los montevideanos, los días del patrimonio. Había husmeado el edificio unos seis o siete años antes, con la curiosidad un poco morbosa que despiertan el abandono y la destrucción; era una ruina, daba pena y el barrio asustaba un poco.
Ese último domingo del patrimonio, dedicado al tango, saqué unas cuantas fotos y resolví que el emprendimiento valía la pena. Volví al día siguiente para tomar fotos diurnas y, un mediodía entre semana, a entrevistar a la directora, Beatriz Silva, y pasear un poco por el barrio.
Beatriz Silva me contó que renunció tres veces antes de decidir jugársela entera por el proyecto que las autoridades municipales le encomendaron en 2007. La tarea no era fácil: recuperar no solo el edificio del antiguo mercado, sino también las dieciséis manzanas adyacentes del barrio Goes, tugurizado y convertido en zona roja debido al tráfico de drogas ilegales y asolado en los años 90 por la banda juvenil de los Tumanes —añorada hasta hace poco por algún vecino porque robaba “con códigos”.
Sin embargo, en la primera mitad del siglo XX, Goes fue un pujante barrio de obreros y clase media que enorgullecía a sus habitantes, donde las actividades económicas y culturales iban de la mano. Un barrio con historia, que no quedó al margen de la sociedad del bienestar que se instauró a principios de siglo. Dos líneas de tranvías lo comunicaban con el centro. En 1906 se empezó a construir el Mercado Agrícola, que apenas terminado se convirtió en el centro de la vida barrial. La estructura de hierro del MAM fue traída de Europa tras haber sido usada en una exposición ganadera en Bruselas. Por eso las entradas están adornadas por cabezas bovinas.
En 1908 se instaló la Facultad de Medicina, sobre la avenida General Flores, y unos años más tarde llegó al barrio la primera sucursal del Banco de la República. Un mojón fundamental de la historia de la zona fue la inauguración, en 1925, del imponente edificio del Palacio Legislativo, que alberga las cámaras de diputados y senadores.
Aunque no era el único, el café Vaccaro, sobre General Flores, fue el más emblemático. El tango acompañó la intensa vida nocturna de la época de esplendor. Nadie se sorprendía de encontrar entre la concurrencia a tangueros como Juan D’Arienzo, Enrique Rodríguez o Alberto Castillo. Y todavía son famosos los bailes de la Institución Atlética Sud América (IASA). En los años 60 se organizaban bailes con espectáculos, el sonido era el mejor de la época y se podía elegir entre distintos salones para bailar tangos, cumbias o “música moderna”. Recibió las visitas, entre otros, de un jovencísimo Leonardo Favio y del célebre cantor de tangos Julio Sosa.
El Sud América, equipo de fútbol de la IASA, que regresó a primera división después de diecisiete años en segunda y quedó en la décima posición del campeonato de clausura, se dispone a festejar su centenario en el círculo de los grandes. El abuelo materno de Forlán fue jugador y más tarde director técnico del Sud América y en ese equipo debutó Alcides Ghiggia, el único sobreviviente de la selección uruguaya que ganó el mundial de 1950 en el Maracaná.
Por último, no se puede hablar de Goes sin mencionar la Fábrica Uruguaya de Alpargatas, conocida simplemente como Alpargatas, fundada hacia 1890. En su momento de auge, llegó a tener 2.600 trabajadores. Justo enfrente al MAM, hoy se está convirtiendo en un complejo de más de trescientos apartamentos.
Desde las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado, el Uruguay entró lentamente en una crisis económica, social y política que incluyó una degradación progresiva de la democracia y trece años de dictadura militar. La economía tocó fondo en 2002 y, a partir de entonces, comenzó a crecer.
Goes fue uno de los barrios que más acusó la crisis, con habitantes que emigraron al exterior o a los asentamientos irregulares de la periferia. En treinta años la población se redujo casi un 20%. Proliferaron las bocas de pasta base (en otros países “paco”, “basuco”, “lata”, “oxi”) y la violencia que trae consigo.
A un siglo de su fundación, el pintoresco edificio del MAM fue reinaugurado en 2013 como paseo turístico, centro cultural y de compras, con lo mejor que Uruguay ofrece, desde las frutas y verduras de siempre, productos tradicionales como carne, pescado, pan, artesanías de cuero, mimbre y madera, hasta la más variada oferta gastronómica. La presencia de muchos puestos de verdura y fruta lo convierten en un paseo necesario para los vecinos y una fiesta para los sentidos. En realidad, no solo vienen los vecinos de Goes; también los montevideanos, uruguayos de otras partes del país y turistas extranjeros se dan cita en el MAM, porque vale la pena.
Cuando oigo hablar a Beatriz Silva, veo el avance de las obras en la vieja fábrica de Alpargata, las nuevas cooperativas de viviendas donde fueron realojados los habitantes de un par de manzanas de ranchos precarios demolidos, el movimiento en las calles, creo que en buena parte los objetivos se han cumplido. Me basta con ver a las señoras mayores que andan por la calle sin mirar por encima del hombro por miedo a que les roben la cartera. Y que van a las clases de cocina del Mercado. Y además en Facebook hay una intensa actividad del MAM, que organiza diversos eventos culturales: https://www.facebook.com/mercadoagricolamontevideo.
Unos meses después, decido volver al barrio porque me doy cuenta de que no hablé con los protagonistas más importantes de la recuperación: los vecinos. Al llegar, me topo con una señora que sale de su casa. Marta Tossi tiene setenta años y vive en Goes desde los doce. Me cuenta que el barrio ha mejorado en todo sentido, que antes de toda esta movida andaba mirando para todos lados y un día la asaltó uno de los Tumanes. Pasó años sin ir al mercado, porque le robaban el monedero. Se acuerda de la estación de trenes y, especialmente, de la época de apogeo de la fábrica Alpargatas, a una cuadra de la casa. Ella es profesora jubilada de alta costura, trabajaba en el Centro de Moda Francesa y volvía cerca de las diez de la noche, coincidiendo con los obreros del turno nocturno.
Me da indicaciones sobre cómo entrar a la parte todavía en reciclaje de Alpargatas y allí me dirijo. Desde el inmenso patio central veo que la mitad de los apartamentos están terminados y en el resto del edificio todavía están los viejos módulos deteriorados de la fábrica. Está lleno de instrumentos de construcción. Al salir del patio voy a la oficina de ventas y digo que estoy interesada en comprar. De esta primera etapa, solo queda un apartamento de un dormitorio, que el encargado me muestra. El apartamento es chico, coqueto y no es barato, en absoluto.
Cuando salgo, me cruzo con un hombre en silla de ruedas. Me ofrezco a empujarle la silla por el empedrado de la calle, con la esperanza de trabar conversación, porque es casi un anciano y debe de atesorar en la memoria recuerdos de los antiguos tiempos de Goes.
No acepta la ayuda pero la iniciativa de la conversación sale de él: “¿Usted oyó hablar de las picadas?”, pregunta. Le amputaron una pierna después de un accidente de moto. Sin embargo, se ufana de haber sido el inventor de las picadas y asegura que no son peligrosas. En los años 80, Julio César tenía una tienda de motos, una importante clientela y le encantaba “chivear” con las motos. Cuenta que un día un amigo lo desafió a una carrera que incluyera trompos, “paradas de manos” y otras figuras que él entiende y yo no. Según él, ese fue el inicio de las picadas de motos en Uruguay e incluían trofeos. “Teníamos la intención de hacer algo”, dice, y sospecho que se refiere a la dictadura militar que en aquel momento padecíamos los uruguayos. “Ahora no me lo permite la vista, pero si pudiera seguiría andando en moto”, afirma, como si no le faltara una pierna.
Me despido de Julio, que con dificultad y orgullo hace rodar su silla por el empedrado, y doy una vuelta por las cooperativas que están del otro lado del MAM. Entro en el patio de una de ellas. Hay niños que juegan y ropa tendida en los balcones. En una esquina veo un grupo de hurgadores rescatando su botín de un contenedor. Les pregunto si son del barrio y lo niegan; no me detengo a hablar con ellos, les tomo unas fotos.
Entro en un quiosco y el propietario, Franco, me cuenta que hace diecisiete años que está en Goes. Le digo lo que hago y se ofrece a contarme anécdotas. Nos sentamos en la vereda con el termo y el mate tan uruguayos y la charla se interrumpe cada vez que entra a atender a un cliente y, además, por Martina, la hija del peluquero de al lado, una rubiecita traviesa que nos muestra cómo su planta se hincha al regarla.
Franco me cuenta anécdotas históricas que ya sé. Después le pregunto cómo le parece que la reinauguración del MAM y el reciclaje de Alpargatas cambiaron el barrio. Por un lado, dice, perjudicó a muchos pequeños comerciantes. Por otro, viene gente nueva, incluso turistas extranjeros y eso trae movimiento y seguridad. Al decirle adiós le prometo mandarle las fotos que les saqué a él y a la rubia Martina. Siento que gracias a mucha gente que apostó y trabajó por este proyecto, a la financiación del BID y la Agencia Española de Cooperación Internacional y Desarrollo, al tesón de Beatriz Silva, que no aflojó ni siquiera cuando le pusieron un revólver en la nuca y, sobre todo, a la respuesta masiva de los vecinos, Goes vuelve a ser lo que era: un barrio capaz de enorgullecer a sus habitantes.