Chile: Entre congrio y cordero
Por Ana Teresa Benjamín
Fotos: Cortesía ProChile
La cocina gourmet tiene algo que intimida. No resulta obvia —como el sencillo plato de arroz con carne guisada y menestras—, es un poco desconcertante para el paladar inexperto y se complica entenderla cuando primero hay que saber que a la remolacha también se le llama betarraga o betabel. Pero la cocina gourmet también sorprende y enamora. Para empezar, hay que saber cocinar, y ya sabemos que algunos no pasamos de la pasta con salsa roja. Necesita también años de estudios, innovación y una curiosidad inagotable, porque sin curiosidad la pasta será siempre de algún tipo de harina, pero con curiosidad se puede preparar un fetuccini de jibia y lograr una consistencia perfecta, y además aderezarlo con una salsa de champaña y nuez rayada. Vamos, que no a cualquiera se le ocurre. Y esto se le ocurrió al chef chileno álvaro Romero.
Romero fue nombrado “Chef Revelación 2015” de Chile por la revista Wikén y por el Círculo de Cronistas Gastronómicos y del Vino, y su nombre comenzó a circular en este exigente mundillo gracias al realce que le dio a la cocina del restaurante Europeo, representante histórico del más alto estándar gastronómico chileno. Además fue el guía de un grupo de periodistas que recorrimos Chile de sur a norte, durante dos semanas (de septiembre a octubre de 2016), para conocer la abundancia, calidad y particularidades de los productos y la cocina de este país sureño.
Sin Romero, por ejemplo, no habríamos sido capaces de encontrar la chaura, un arbusto que crece en las tierras del extremo sur de Chile. La chaura (Gaultheria mucronata) produce una especie de frutilla no más grande que el nance, y el uso de la planta ha sido tradicionalmente ornamental. Sin embargo, como consecuencia de la búsqueda y rescate de productos del campo chileno, los chefs han redescubierto las posibilidades gastronómicas del fruto, y es por eso que en la pantagruélica cena que tuvimos en Boragó, la chaura fue protagonista distinguida en alguno de los platos.
Boragó es uno de los restaurantes de alta cocina más reconocidos en Chile. Ubicado en Vitacura, una comuna de la ciudad de Santiago, lo primero que sorprende al llegar es la simplicidad de su fachada: nadie imaginaría que allá adentro se cuecen maravillas. Lo segundo es la cocina abierta a la curiosidad de los comensales, que mientras esperan los platos del menú se convierten en espectadores de un proceso en el que las flores del chagual (Puya chilensis) terminan siendo ingredientes del Crudo de estrellas de mar, y unas rocas de apariencia volcánica se convierten en la escenografía perfecta para un caldo y una ensalada de espinacas y algas marinas.
Precisamente, el menú endémico de Boragó busca contar Chile, y es por ello que a lo largo de sus quince platos se encuentra el pebre —salsa parecida al pico e’ gallo—; los hongos de la comunidad costera de Quintay, las papas del archipiélago de Chiloé, el tradicional cordero asado, las ramas de la vid como platos y hasta el cuchuflí, ese bastoncito relleno con dulce de leche tan popular en Chile, que en Boragó adquiere el aspecto refinado y exquisito de las cocinas gourmet.
Chile es un país de 4.300 kilómetros de longitud, que hasta el siglo XVI fue el territorio menos poblado de América del Sur. Su cocina es el resultado de la fusión de las materias primas utilizadas por los indígenas (maíz, papa, poroto, zapallo, ají), los nuevos productos y prácticas culinarias que trajeron los conquistadores españoles y la influencia de la cultura francesa, que introdujo nuevas recetas a finales del siglo XIX.
La historia cuenta que los primeros colonizadores de Chile tuvieron que conformarse, al principio, con raciones limitadas de tocino rancio y queso podrido. Los hombres de Hernando de Magallanes, por ejemplo, llegaron a las nuevas tierras con un menú muy reducido: bizcocho duro, pescado seco, tocino, pasas, higos, algo de arroz y azúcar. En semejantes condiciones, el escorbuto hizo lo suyo. Con el tiempo, los españoles se acostumbraron a los frutos que daban las nuevas tierras, y si bien siguieron importando productos como aceitunas, aceite de oliva y carne vacuna —al menos hasta que se establecieron hatos y producciones propias en Chile—, pronto el maíz se convirtió en un elemento fundamental en sus cocinas, a la par que lo hacían la papa y el frijol.
El mejor lugar para entender y saborear esta cocina mestiza, producto de la colonización, es el restaurante La Mensajería, en el barrio Providencia de la ciudad de Santiago. Es un local pequeño y de aspecto moderno, que surgió hace dos años con la idea de servir “comida chilena de verdad”, como dijo Rodrigo Jofré, su chef corporativo. “Ofrecemos las preparaciones tradicionales chilenas; nada de interpretaciones”, agregó, mientras en la mesa va apareciendo la historia culinaria del país: unos chips de papas chilotas (es decir, de Chiloé). Empanadas horneadas y fritas (de espinaca con queso de cabra, de queso y hongos, de pollo, de cerdo o de longaniza). Una ensalada de quinua que era un primor: lechuga, tomates cherry, queso de cabra, rúcula, berro, quinua y palta. Un pastelito de choclo o maíz calientito, excelente para el frío. Una pieza de congrio acompañada de papas fritas y huevo (es decir, congrio a lo pobre). Y de postres, leche asada, chirimoya alegre (trozos de chirimoya en jugo de naranja) y el famoso mote con huesillo (trigo cocido en agua acaramelada y duraznos deshidratados).
La mejor parte de esta experiencia en La Mensajería fue la visita a La Vega, el mercado central de Chile, en compañía del chef. Puestos enteros de frutos secos, maíces de colores, pimientos de todos los tamaños, espárragos, cítricos, mangos, mil variedades de aguacates —y baratos—, uvas, peras, uchuvas, hongos, vegetales de todo tipo, huevos de gallina y de codorniz, aceitunas… Para recorrer y conocer La Vega se necesita tiempo, porque es música para los sentidos y representación de la diversidad.
Muy lejos de allí, en el frío patagónico, el afán de Luis Ovando es precisamente ese: aumentar la diversidad. Habitante de la comuna de San Gregorio, en la provincia de Magallanes, Ovando batalla desde hace algún tiempo con el clima poco amable que lo rodea, y extrae de esa tierra en apariencia estéril toda clase de milagros: cilantro, perejil, acelgas, espinacas, ajos, papas, zanahorias, fresas, grosellas, moras y frambuesas. Todo lo hace de la forma más ecológica posible, porque la Estancia Santa Julia —el negocio familiar— quiere ser parte de ese mundo que apuesta por lo sano y natural. Al principio, contó Ovando, producían solo para autoconsumo y al aire libre, pero se cosechaba muy poco porque los vientos y las bajas temperaturas maltrataban mucho los cultivos. “Poco a poco nos fuimos alejando de lo convencional y entramos en lo agroecológico”, añadió Ovando, ingeniero agrónomo.
Así, la Estancia Santa Julia se ha convertido en referencia agrícola de la zona, porque combaten los insectos con macerados de ajo, ortiga y repelentes foliares; al viento rebelde de la pampa le hacen frente con cortavientos e invernaderos; han incorporado las camas altas y las alimentan con tierra, hojas y guano; el pasto lo controlan con ovejas, la remoción de la tierra es trabajo para los cerdos y los cultivos asociativos comienzan a mostrar sus ventajas.
Estas nuevas formas de cultivar la tierra encajan perfectamente en un país cuyas variedades climáticas y geográficas lo hacen un gran productor agrícola y agroindustrial. Chile, por ejemplo, es el mayor exportador mundial de uvas, arándanos, cerezas y ciruelas frescas, así como de manzanas deshidratadas, mejillones y filete de salmón congelado. Del país también salen trozos de pavo congelados, avellanas, pasas, nueces, algas y sal, y el objetivo ahora es darle a sus productos el prestigio de la muy de moda “denominación de origen”.
El origen, después de todo, explica varias cosas. No es lo mismo un café de tierras bajas que otro de tierras altas, como tampoco saben igual los vinos producidos en Santa Cruz, Casa Blanca, Maipo, Colchagua y Maule, las zonas vinícolas de Chile. La calidad, el sabor, el color y la textura —bien lo saben los entendidos— se deben al medio geográfico en el que se produce, transforma y elabora cada producto.
Quizá por eso es que, allá a los pies de las montañas del Parque Torres del Paine, en el extremo sur del país, el cordero asado tuvo un sabor especial. No es lo mismo probarlo en un restaurante de la ciudad que saborearlo tras participar del proceso de cocción, en medio de ese frío que te hace exhalar vapor por la boca, con una chimenea a un costado y un gaucho cantando, con su guitarra, que para sobrevivir la pampa hay que aprender “a torcerle el brazo al viento”.