Ranas: al borde de ser solo un recuerdo
Texto y fotos: Javier Pinzón
Recuerdo aquella acampada en Cerro Azul (Panamá) en ya un lejano 2008 cuando era estudiante de biología y cómo al anochecer un concierto de ranas nos arrullaba mientras el sueño se apoderaba de nosotros. Hoy, con nostalgia tengo que admitir que su canto ya no me arrulla más y es que la población de ranas ha descendido de manera dramática durante los últimos treinta años.
Todo comenzó a finales de 1970, cuando se presentaron algunos de los más dramáticos descensos de la población de anfibios en las regiones montañosas remotas y protegidas de Australia y América Central. Pero pasó casi una década antes de que esta catástrofe global llamara la atención del mundo. Entonces, determinar la causa de la “desaparición” de anfibios se convirtió en una tarea urgente de conservación. Los investigadores probaron con hipótesis cómo los contaminantes, el aumento de la radiación UVB, los depredadores salvajes y el cambio climático estaban afectando a las poblaciones. Y sin embargo, seguían llamando la atención las mortandades masivas de ranas que se presentaban en diversos puntos del planeta incluso en zonas vírgenes y protegidas.
La pregunta básica es: ¿cómo y dónde comenzó todo esto y qué se está haciendo ahora para mitigar este grave problema? Angie Estrada, bióloga de la Universidad de Panamá y estudiante de tercer año de doctorado de la Universidad Tecnológica de Virginia, comenta que no es sólo un fenómeno local, pues ya se ha detectado en todos los continentes, con excepción de la Antártida. Se ha reportado en unas 350 especies de anfibios y ocurre de forma más drástica que la pérdida de mamíferos o de aves.
Fue en 1996 y 1997 cuando dos grupos de científicos, de manera simultánea, uno en Australia y otro en Panamá, detectaron una conexión entre un hongo y la mortandad de ranas. Al mismo tiempo, el Parque Zoológico Nacional de Washington (Estados Unidos) registró la muerte de varias ranas venenosas dardo de América del Sur, al parecer a causa de un hongo.
El hongo fue aislado y estudiado en cultivo puro y se determinó que era un nuevo género y especie. Se bautizó como el Batrachochytrium dendrobatidis (Bd) (quitridrio) y, después de varios experimentos, estudios y seguimiento en campo de la dispersión de este hongo, en 2007 se aceptó la hipótesis de que el Bd es el causante de la disminución de los anfibios a escala mundial. Efectivamente, el hongo vive en el agua, pero llega a la piel de las ranas donde se reproduce ocasionándoles una enfermedad llamada quitridiomicosis. Como los anfibios respiran por la piel, los animales mueren asfixiados cuando el hongo los cubre.
¿Pero cómo se dispersó este hongo? Estrada comenta que una de las hipótesis más aceptadas por la comunidad científica es que el hongo se encontraba en áfrica en la Xenopus laevis, una especie de rana que fue usada desde la década de los años 30 hasta los 60 para hacer pruebas de embarazo. Estas ranas se distribuyeron alrededor del mundo para dichas pruebas y eventualmente se liberaron en quebradas, ríos y lagunas cercanas a estos laboratorios. El hongo se habría liberado en las aguas y comenzó a dispersarse, dando lugar a una infestación en las ranas nativas, que no tenían protección alguna o inmunidad contra el patógeno.
Los anuros (ranas y sapos) pertenecen a un grupo de vertebrados denominado “anfibios”, palabra que proviene del griego amphi (ambos) y bio (vida), que hace referencia a la doble vida que tienen: una etapa juvenil (larva o renacuajo) acuática y una etapa adulta terrestre, lo que las hace muy susceptibles a contagiarse de este hongo.
Los esfuerzos por conservar esta especie llegaron un poco tarde y algunas poblaciones de anfibios desaparecieron. En 2006 se realizó una campaña mundial para salvar aquellas poblaciones que aún no habían sido afectadas por el hongo o que estaban siendo atacadas en ese mismo instante. Uno de los primeros centros de rescate y conservación de anfibios en Latinoamérica surgió en el Valle de Antón, Panamá.
El Valle de Antón es una población localizada a unos 150 kilómetros de Ciudad de Panamá, sobre el cráter de un volcán, a unos 600 metros de altura sobre el nivel del mar. Es reconocida turística y ambientalmente por la gran variedad de ranas y su símbolo es la rana dorada (Atelopus zeteki), un espécimen endémico de la región.
Heidi Ross, directora del Centro de Rescate y Conservación de El Valle, cuenta cómo fue el comienzo de esta batalla contra el hongo. Ella y el científico Edgardo Griffith, su esposo, detectaron la llegada del hongo a El Valle en 2006 y al registrar el acelerado descenso de las ranas decidieron no esperar la creación de un centro de conservación. Comenzaron a recolectar ejemplares de ranas, en un principio de quince especies diferentes, y las alojaron en dos cuartos del Hotel Campestre. Gracias a esta medida pudieron salvar de la desaparición a muchas ranitas de El Valle y mantener con vida a algunos de los últimos ejemplares de la rana dorada la cual, efectivamente, desde 2009 no se ha vuelto a ver en su estado natural.
El mismo 2006 comenzó el Proyecto de Rescate y Conservación de Anfibios de Panamá (PARC) en el Parque Municipal Summit, el cual se mudó a Gamboa en 2015. Allí, al mejor estilo del Arca de Noe, cuatro contenedores funcionan como “cápsulas de vida”: el hogar de los últimos individuos de especies extintas en la naturaleza. El encargado de crear esta utopía anfibia fue el doctor Roberto Ibáñez y el fin es conservar ex situ las especies que no tienen garantizada su supervivencia en ambiente silvestre. El centro cuenta con el apoyo del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales (STRI) y una serie de zoológicos y organizaciones internacionales interesadas en el tema.
Ibáñez cuenta que mantener y cuidar a estas ranitas ha sido un reto debido al poco conocimiento que se tenía sobre sus comportamiento, ecología, alimentación y hábitos reproductivos. Para ello fue preciso iniciar investigaciones en todos esos aspectos, propiciar la reproducción de animales que nunca se tuvieron en cautiverio, recrear la naturaleza de su hábitat en un tanque de vidrio de veinte galones y, lo más importante: alimentarlas, lo cual ha implicado también cultivar grillos, moscas, colémbolos, cucarachas, polillas y escarabajos que, a su vez, requieren también de alimentación. Para evitar la endogamia que pudiera ocasionarles en el tiempo un deterioro genético, los investigadores han desarrollado, además, un intrincado sistema de control de la descendencia de cada pareja.
¿Y del hongo qué? Para combatir el hongo, un grupo de científicos está investigando alternativas. En el laboratorio de Angie Estrada, asociado con uno en Virginia y Washington, están trabajando con bacterias que le sirvan a la rana para protegerse del hongo. Lo primero fue establecer cuáles eran las bacterias que pueden vivir en la piel de las ranas, ahora se sabe que son diferentes para cada especie e incluso pueden ser diferentes entre la misma especie. Han encontrado que hay algunas bacterias que producen metabolitos que las ayudan a protegerse del hongo.
Otros laboratorios están experimentando con los péptidos que producen las ranas en sus toxinas, ya que tal vez hay algunas ranas que los producen naturalmente para protegerse del hongo tóxico. Otros laboratorios están investigando en tolerancia y resistencia: si una rana que se enfermó por el hongo y de forma natural pudo resistirlo y sobrevivir, tal vez se pueda elegir para que se reproduzca, pues podría tener algo en sus genes que la hace resistente al hongo, y así criar una generación de ranas más resistentes. Este tema es complicado, ya que debido al hongo no hay muchas poblaciones de donde escoger para reproducirlas.
Es posible que la especia humana pueda sobrevivir sin los anfibios, pero lo cierto es que aún desconocemos toda su ecología y cómo podría afectarnos su ausencia. Además de alimentarse de los insectos que nos molestan, ellas también son el coro que ameniza nuestras tardes de caminata en el bosque y son indicadores biológicos: si las ranas viven es porque hay un ambiente sano y apto para la vida de muchas otras especies. Igualmente, no son sólo estos pequeños amigos los que ahora resultan afectados; otras enfermedades fúngicas han surgido recientemente. Por ejemplo, la biodiversidad de murciélagos en América del Norte está siendo devastada por el síndrome de la nariz blanca, causada por el Pseudogymnoascus destructans, así como la enfermedad fúngica de la serpiente causada por el Ophidiomyces ophiodiicola y la causada por el Batrachochytrium salamandrivorans, que ataca a las salamandras. Estos últimos casos se suman a otras enfermedades de la fauna causada por hongos, encontradas en corales, abejas y ornitorrincos. El planeta nos está hablando como un doliente enfermo, y necesita que lo escuchemos y comencemos a tomar acciones urgentes para revertir esta catástrofe.