Dos películas, dos aventuras memorables
Por Iván Beltrán Castillo
Fotos: Lisa Palomino, David Gallego, Sergio Rodríguez
En las calles de Cannes, que durante los días trepidantes del festival de cine reciben toda clase de personajes, incluidos algunos bastante excéntricos, “literarios” o excepcionales, uno de los equipos fílmicos más reconocidos y asediados fue el de la película colombiana El abrazo de la serpiente. Como raptados por aquellas imágenes que hacen de la película un viaje interior y un rito de iniciación, los espectadores franceses, norteamericanos o suecos, querían tomarse fotos con la curiosa troupe.
Cuentan que luego de la exhibición inaugural, esos habitantes del mundo racional, bisnietos de Voltaire y Descartes e inscritos en las formulaciones del progreso, no cesaban de reflexionar, felices o circunspectos, sobre aquello que habían visto, como, tal vez, del otro lado del mundo, los miembros de las tribus indígenas de Latinoamérica se abisman y anonadan ante la presencia de los “civilizados”. Algunos lloraron durante la ceremonia, otros sencillamente se juraron visitar algún día el Amazonas y la gran mayoría sintió el advenimiento de una nueva consciencia. Todos aplaudieron la cinta durante más de quince minutos, de pie, casi febriles. Y estuvieron de acuerdo en que se alzara con el premio de la “quincena de los realizadores”, capítulo heterodoxo y paralelo al festival oficial pero que, con los años, ha llegado a ser más importante y definitorio que este.
La aventura de Ciro empezó mucho tiempo atrás, y sin duda podría ser el origen de otra película o de un formidable libro. Natural de Río de Oro, en el departamento colombiano de Cesar, empezó por estudiar cinematografía en la Universidad Nacional de Bogotá y muy pronto transformó su vida en un reflexivo y dinámico coloquio con el cine.
Una tras otra, desde siempre, ha apuntado con singular disciplina todas las ideas que lo visitan, los recuerdos que regresan, las imágenes que perturban su imaginación, que no son otra cosa que proyecciones de futuros filmes. Pero, asegura, una de sus primeras y más persistentes obsesiones fue la de filmar en el corazón del Amazonas. Ese deseo se le disparaba, casi niño, al mirar el mapa de Colombia y ver en él la enormidad de ese departamento indómito, que cubre más del 25% del territorio nacional, como un hechicero que cantara en la mitad de una fiesta de personas aburridoras y corrientes.
Pero la cita con la espesura no se cumpliría temprano. Hizo dos largometrajes que le proporcionaron nombre y credibilidad La sombra del caminante y Los viajes del viento y solamente cuando ya era uno de los escasos cineastas que pueden ufanarse de que viven del cine, asumió la aventura selvática que habría de ser compensada en Cannes.
“Ahora lo recuerdo todo: el sueño de reconstruir la memoria de un tiempo perdido, la joven pasión por la selva, los gambitos hechos para su concreción en una experiencia tangible, los años de trabajo con las catorce reescrituras del guión, los peligros abisales de quedarse una temporada demasiado larga en el Amazonas, la lectura de los textos del explorador Theodor Koch-Grünberg y el botánico Richard Evans Schultes, cuyos aportes cambiaron parcialmente la visión de un cosmos tan vasto, de sus plantas secretas y endiosadas y de los pueblos que desde allí trataron, tal vez vanamente, de legarnos un mensaje cifrado. Y más: el combate intimista entre la arrogancia racional y la exuberancia sensitiva, el miedo, la tristeza y el asombro de contar un mundo prácticamente arrasado”, dijo Ciro Guerra como tratando de sintetizar su radical experiencia.
La cinta que ahora parece haberse independizado de su padre, que fue estrenada en Colombia con una buena asistencia y los elogios de la crítica, los artistas y los cineastas, fue una experiencia vital no pocas veces dolorosa. Es el relato del encuentro, a veces inverosímil, entre dos exploradores europeos que el uno a principios del siglo XX y el otro hacia la década de los 50 entraron en contacto con los habitantes originales de la Amazonía, comprendiéndolos, respetándolos y valorando su acervo de conocimientos. Esos dos hombres fueron, asegura Ciro, vanguardistas esenciales. Los primeros occidentales que no vieron en los indígenas unos esclavos ni unos objetos. Ellos son los padres de la futura psicodelia, el humanismo y una inédita comprensión del universo.
Ciro Guerra afirma que la selva no es fácil, ni se prodiga a quien no la conoce o respeta. Filmada en Vaupés, lejos incluso de la selva doméstica y turística de Leticia, la empresa fue también un exilio. El equipo de rodaje estuvo, durante siete semanas, literalmente capturado, asumiendo los riesgos cotidianos que entraña semejante empresa. Las condiciones de subsistencia no han cambiado mucho con el paso de los años y todavía hoy al viajero lo asechan la enfermedad, el silencio, las voces pretéritas que anidan en cada árbol y cada paisaje, la locura o la muerte.
“Pero en ningún momento”, afirmó Ciro Guerra, “la intención fue totalizar, ni menos aún explicar al Amazonas. Sería una pretensión absurda. Tampoco quise hacer una cinta documental. La película es en esencia una ficción y, curiosamente, solo uno de sus capítulos, que narra la historia de un alucinado mesías brasileño que logró un fervor extraño entre sus seguidores, es verídica. Tampoco es un relato lineal. En esas tierras de asombro la historia no es lineal sino circular. Los ciclos se repiten, la existencia adquiere una circularidad fantástica y los hechos son todos como parte de un enorme poema, donde los sentidos y el viaje perpetuo parecen las claves más tolerables. Curiosamente, el tiempo de la selva y la concepción que de él han tenido sus habitantes se parece al de la física cuántica”.
Los actores de El abrazo de la serpiente se entregaron al proyecto con algo muy parecido a la fe. En el elenco hubo actores profesional como el alemán Jan Bijvoet y el norteamericano Brionne Davis, que asumieron el rol de los exploradores y algunos que nunca habían visto delante una cámara ni una luz. Es el caso de Antonio Bolívar y Nilbio Torres, que tuvieron a su cargo el papel de Karamakate, el protagonista, cuyo periplo queda registrado tanto en su juventud como en su vejez.
Un filme contra el olvido
Cuando murió su madre, sintió que el mundo se extinguía, que una modificación había fracturado el universo, que todos los significados de la realidad empezaban a desvanecerse y que la pérdida de lo filial, lo amoroso, lo sublime, lo obligaban a buscar el exilio.
Con estos recuerdos, que son parte de sus arcanos íntimos, el cineasta César Acevedo fue adentrándose en la pasión por el cine. Tal vez descubrió, como les sucede a tantos directores y guionistas, que para él, más que un oficio llamativo o una profesión excitante, las películas serían un método de conocimiento y una manera de explorar más allá de las convenciones.
Así, tras estudiar periodismo en la Universidad del Valle y especializarse en cinematografía, el cineasta caleño se dio del todo al oficio. Tuvo un cine-club en Cali, formó parte de grupos de investigación y escritura de guión y fue asistente de dirección en cintas ya emblemáticas, como La sirga, Los hongos y El vuelco del cangrejo.
Hace apenas una semana, su película La tierra y la sombra se alzó con tres premios en Cannes: la Cámara de Oro a mejor ópera prima, el premio a mejor revelación en La Semana de la Crítica y el galardón del público de esa sección del evento. No esperaba semejantes reconocimientos, y piensa que se deben a que rodó una historia sincera, profundamente enraizada en la tierra colombiana pero que, al mismo tiempo y como una vuelta de tuerca, es también un poema intimista y una pesquisa de los sentimientos humanos más universales, como el amor, el olvido, la soledad y el abandono.
“La película narra el regreso de Alfonso, un campesino del Valle del Cauca, al lugar que abandonó hace ya muchos años. Lo obliga la enfermedad de su hijo y la necesidad de cuidarlo. Pero al regresar, el hombre se da cuenta de que el mundo que vivió ha desaparecido y entonces emprende una lucha encarnizada por recuperar los lazos rotos y restañar el olvido. Todo, dentro del universo de los corteros de caña, donde la injusticia, la explotación y el total irrespeto por los derechos del hombre han hecho carrera desde siempre”, dijo César mientras, con emoción, volvía a la noche de la premiación, acaecida hace pocas semanas, y donde estuvo acompañado por su padre, personaje clave en su itinerario vital.
César Acevedo lamenta que las dificultades formales sigan haciéndoles la guerra a los directores de cine en la Colombia contemporánea. Y habla del forzado exilio que casi todos deben emprender, afincándose en Bogotá para cristalizar sus sueños cinematográficos. En Cali, su ciudad, jura, no hay posibilidades de hacer nada, tiranizada como está por una burocracia cultural que “entrega todos los recursos a la danza, en un derroche de irresponsabilidad folk”.
El nada discreto encanto del cine latinoamericano
La figuración del cine latinoamericano, que alguna vez fue casi inexistente en el Festival de Cannes, ha venido creciendo de manera más que significativa. Año tras año, el jurado, la crítica y los espectadores comunes prestan más atención a las historias contundentes, excepcionales, a veces violentas de este lado del mundo. En la reciente edición, además de las dos cintas colombianas aquí reseñadas, figuraron:
• La película mexicana Las elegidas, del director David Pablos. Un crudo retrato del tráfico de mujeres y la prostitución en el confuso y sórdido México de nuestros días. Pablos fue el único director que recibió nominación especial en la competencia oficial.
• Allende: mi abuelo Allende, filme de Marcia Tambutti, nieta del presidente chileno derrocado por el sangriento dictador Augusto Pinochet, quien hace un recuento de la personalidad, los logros, los yerros y la fragilidad de su abuelo: personaje icónico de Latinoamérica.
• El premio a mejor guión lo recibió el mexicano Michel Franco, por una críptica película francesa llamada Chronic (Franco también la dirigió y la produjo). Se trata de la historia de un enfermero de curiosa y peripatética personalidad, que trabaja con pacientes muy cercanos al final.