Alas de leona
Por / By Sol Astrid Giraldo E.
La historia de nuestras vidas es eso: una historia con la que intentamos darle algún sentido. No hay libreto preestablecido: este solo se escribe después… Es lo que intenta la curadora y crítica colombiana Carolina Ponce de León en su reciente libro “Tantas vueltas para llegar a casa”. Autobiografía, confesión, ajuste de cuentas y autorrescate. Aunque es consciente de que “no se puede pegar un espejo roto”, la escritura con la perspectiva del tiempo le permite buscar los hilos de su vida. Los tiende entre fragmentos diseminados de su imagen a través de años, países, amores, logros y errores. Los teje entre sus palpitaciones íntimas y los temblores de la escena artística de América Latina, que ha presenciado en primera fila y es también parte fundamental de su existencia.
La vemos bajo distintas luces. En primer lugar, nos revela su herida de origen: es la hija de un secreto adulterio. Sin embargo, aunque su poderoso padre nunca la reconoció, su madre diplomática la educó con todas las posibilidades que ofrecía la estimulante Nueva York de los años 60. Asistimos luego a sus incesantes cambios de piel: la niña que no quería ser una maleta de país en país; la colegiala que hacía venias a sus soberbias profesoras de París; la adolescente que, en Belgrado, entre los brazos de un chico dorado, descubrió su propio cuerpo; la desarraigada que quiso inventarse sus raíces en una Colombia que conoció tardíamente, la joven que quiso respirar la libertad, la creadora que supo que el arte era el espacio donde podía encontrarla, la “madre rota” que buscó huir del maltrato de su esposo viajando de nuevo a Europa.
Para ella no hay diferencia entre el ámbito personal y profesional. En lugar de escribir un texto académico sobre su notable carrera, la ilumina con el color apasionado de la vida. Y esta es la principal apuesta del libro: entrelazar sus búsquedas como mujer con las de la curadora, crítica, gestora y artista. Se superponen así en el relato los desgarramientos de la jovencita abusada en su hogar con las luchas que libraba al mismo tiempo por hacerse un lugar en una escena plástica dominada por los hombres. O “la marca de agua” de su condición de hija natural, con las dudas del establecimiento eurocéntrico sobre el bastardo arte latinoamericano. También está presente la búsqueda de su identidad personal, paralela a la que emprendía por estos años América Latina, y ella intentaba visibilizar desde sus primeras curadurías.
2017. Exposición La Vuelta, Encuentros Internacionales de la Fotografía, Arles, Francia.
Como protagonista de los dolores del parto del arte contemporáneo regional, Carolina ofrece un testimonio directo y desde adentro de su conformación. La emblemática exposición “Ante América”, que realizó como curadora del Banco de la República (Bogotá) junto al cubano Gerardo Mosquera, es una de las primeras en reunir las producciones que empezaban a dudar de la limpidez y exotismo de nuestro arte moderno. Realizada en 1992, durante las edulcoradas conmemoraciones del quinto centenario de la llegada de Colón, mostró en cambio unos dientes feroces que impedían homenajes mansos. Las obras de artistas cheroquis, boricuas, chicanos y antillanos, las siluetas de la cubano-estadounidense Ana Mendieta, las fotografías rituales del brasileño Mario Cravo Neto o el cuerpo espiritualizado de la “performer” colombiana María Teresa Hincapié, entre muchas otras, pusieron en la escena a una América que buscaba descolonizarse. Más que a estéticas congeladas, estas obras ahondaban en las contradicciones económicas, las tensiones raciales, las migraciones y los quiebres del género en unos tiempos convulsos. La exposición cerró un ciclo para Carolina en Colombia, pero reafirmó sus intereses en el emergente arte político.
Volvería entonces a Nueva York, desde donde quería mirar el mismo fenómeno, solo que ahora desde la perspectiva del “epicentro del centro”. Como curadora del Museo del Barrio, asistió a la tensión entre los artistas puertorriqueños, los latinos residentes en Estados Unidos y los que producían desde sus países. Un contexto que le permitió comprender la artificiosidad y complejidad del concepto “arte latinoamericano”, y también como este se volvía cada vez más una rentable marca en las casas de subastas, en contravía de su origen crítico y contestatario.
2018. Carolina Junto a los artistas Karen Paulina Biswell y Juan Pablo Echeverri en la inauguración de La Vuelta, Museo de Arte Moderno de Medellín.
Carolina, siempre atenta a no dejarse institucionalizar, viajó a San Francisco. Allí instaló su cuartel en un espacio tan pequeño como mítico, el de la Galería de La Raza, donde, explorando el horizonte chicano, anudó otro hilo de la madeja. Se familiarizó con iconografías biculturales, como la Virgen de Guadalupe en tenis de Yolanda López, donde se cruzaban los imaginarios ancestrales latinos con las estéticas del pop gringo, el cómic y el grafiti. Allí impulsó unas prácticas artísticas en las calles de una comunidad vibrante para la que el arte no es cuestión de museos, sino una más de sus herramientas activistas. Este período fue permeado, además, por su relación artístico-sentimental con el también mítico “performer” Guillermo Gómez-Peña, junto a quien la vemos sumergirse sin salvavidas en los laberintos viscerales y quebrados del cuerpo latinoamericano. Volvería desde 2013 a Colombia, donde continúa dibujando ese mapa del arte panlatinoamericano que tanto le interesa, en exposiciones como “Referentes”.
Esta es la visión subjetiva y personal de una mujer rebelde y curiosa, “con alitas mercuriales”. Siempre dispuesta a dejar amores y trabajos cuando se ponen insípidos, a soltar y empezar de cero, a dudar, sopesar, a mirar lo marginal y arriesgarse con lo desconocido. Cuando aborda sus temas más íntimos, logra, sin embargo, trascender la anécdota personal para describir unos tiempos que no amaban a las mujeres. Así, sus anécdotas personales muchas veces terminan por convertirse en reclamos a un orden social. A partir de su vida, retrata una generación que no contaba con las válvulas de escape ni de justicia, simbólica o real, que hoy han empezado a emerger. Mujeres que nunca se pudieron pronunciar frente a la violencia física o psicológica, el dilema del aborto, la libertad sexual, las maternidades alternativas, incluso el paso de los años sobre sus cuerpos, y quienes debieron sobrellevar sus vidas y carreras envueltas en silencios, cargadas de culpabilidad por un “deber ser” inalcanzable. Es esta una voz sincera, parcial, a veces discutible pero abierta a la discusión, sin ánimos de dictar cátedra, ni en la vida ni en el arte, que se instala como el testimonio de una época. Vale la pena escucharla, porque sin duda allí nos escucharemos.